En el cuento “La otra muerte” (1949, publicado en El Aleph) de Borges, el narrador presenta la historia de un gaucho ‘Damián’ que ha muerto dos veces, en dos momentos separados y de dos maneras contrapuestas. Esto genera dos líneas de tiempo distintas, y en aquella que en definitiva prevalece habría muerto un ‘puestero’, simplemente por haber tratado mucho (en vida de ambos) a Damián. El narrador teme por su suerte, ya que conoció a Damián y ha estado recabando datos sobre él, pero confía en haber alterado lo suficiente su relato para evitar una posible muerte. ¿Y si el relato no fue alterado lo suficiente? ¿Pudo salvarse el narrador? ¿Corremos peligro nosotros, sus lectores? El narrador de “La otra muerte” nunca se preocupa por el peligro que potencialmente se cierne sobre nosotros. En un estudio crítico que es un cuento de ficción, Max Ubelaker Andrade (Variaciones Borges No. 34, 2012) adujo sentir miedo mortal al tiempo que proveía evidencia fotográfica sobre el parecido de Damián.
Desde otros cuentos suyos Borges también involucra a sus lectores. En “El Aleph” (1945, El Aleph) un tal ‘Borges’ ve a cada lector de su cuento durante la experiencia mística que tiene en un sótano; al salir a la calle, le parecen “familiares todas las caras”. El narrador de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1940, Ficciones) expone un complot en curso para crear un nuevo mundo; el lector se alarma de que más y más pedazos del mundo conocido sean irreversiblemente remplazados. El mago de “Las ruinas circulares” (1940, Ficciones) es capaz de crear, durante el sueño, a un hijo; luego descubre que él mismo es también un simulacro; el lector sospecha que su propia vida no es menos irreal.
La idea de que una obra de arte deba interpelar al lector (o al espectador) fue muy apreciada en el período barroco. El Concilio de Trento (1545-1563) instó a los artistas católicos a redoblar esfuerzos para contener la sangría de fieles que había provocado el cisma protestante. La sangría eventualmente se detuvo, pero los artistas ya habían obtenido licencia para sorprender, aun dentro de los límites de un arte – el Barroco – fundamentalmente realista. Roma fue la capital de la nueva escuela, como lo había sido del entonces sepultado mundo antiguo. En (la primera versión – 1602 – de) La cena de Emaús – cuadro hoy exhibido en Londres – Caravaggio nos conmina desde el lado derecho: la cesta con la manzana inservible está por caer de la mesa: ¿quién de nosotros querrá hacerse cargo? También nos reserva este pintor un sitio junto a los peregrinos prosternados ante la Madona de Loreto (cuadro de 1604-1606), en la iglesia romana de San Agustín.
En Las Meninas (1656) Velázquez se propone involucrarnos en un ambiente no religioso sino cortesano. El pintor nos mira desde el cuadro, ahora que estamos frente a él. Antes de nosotros estuvo, en este mismo sitio, la pareja real, reflejada aún en el espejo del fondo: posaron o se pusieron a mirar de puro curiosos, como nosotros ahora. También debió de estar aquí, para poder pintar el cuadro, el propio Velázquez, con una excepción: cuando se pintó a sí mismo (o más bien, su cara) debió de poner, en frente de sí, un espejo. De modo que este lugar, el nuestro, habría sido también el de tres que ahora aparecen en el cuadro: el rey, la reina y Velázquez. Si enfocamos el tema del cuadro diciendo que la pareja real es pintada por el pintor, no eliminamos una ambigüedad fundamental. Porque de cada uno de esos elementos hay (o podrían haber) pares: dentro del cuadro cuyas imágenes vemos, hay otro cuadro, cuyas imágenes no vemos (a no ser, quizá, reflejadas en el espejo); justamente, la pareja real que posa (o curiosea) sólo la vemos en ese espejo; el espejo refleja al rey y a la reina de carne y hueso, o a las representaciones de ellos que están siendo pintadas sobre el cuadro (el cuadro dentro del cuadro). ¿Y el pintor? Haciendo abstracción de cómo pintó su propia cara, también podría haber dos Velázquez: sin duda el que vemos pintado sobre el cuadro, y otro que tendría que haber pintado, desde nuestra posición actual, las imágenes que vemos en el cuadro – a no ser que Velázquez haya pintado todo (incluido él mismo), desde donde ahora está de pie, con ayuda de un enorme espejo (distinto del no muy grande espejo pintado al fondo del cuadro).
Para pintar este espejo, Velázquez debió de mirar por sobre el hombro del rey, pero no se pintó haciéndolo. Tampoco se pintó Van Eyck mientras pintaba su cuadro – renacentista temprano – de los cónyuges Arnolfini (1434). En este cuadro, que Velázquez conocía, el espejo (convexo) del fondo omite el reflejo del pintor trabajando, y en su lugar se nos muestra, imaginativamente, a una segunda pareja – uno de cuyos miembros sería el propio Van Eyck, haciendo una mera visita de cortesía.
No hemos hablado de la figura central de Las Meninas: la Infanta atendida por las damas de honor. La omitimos para centrarnos en lo que genera la mayor complejidad del cuadro, y especialmente en que haya dos cuadros que están siendo pintados. Velázquez es un pintor realista, uno dotado de un impar virtuosismo. Y si bien la ejecución de Las Meninas es realista, la idea del cuadro (idea que podría o no ser del propio autor) arroja dudas sobre la realidad que percibimos. En el ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción” (1939, reunido en Textos cautivos) Borges registró algunas impresiones que guardaba de haber visto en Madrid, muchos años antes, Las Meninas, por aquel entonces exhibido frente a un espejo. Si bien el párrafo correspondiente versa sobre el infinito, no se establece un claro nexo entre esta noción y la ambigüedad del cuadro.
Borges abrevó en muchas fuentes para desarrollar lo que él llamó “literatura fantástica”. Una fuente decisiva fue Cervantes, sin que esto implique disminuir el aporte idiosincrático de Borges ni enrolar a este en el Barroco, como quiso Carlos Gamerro (Ficciones barrocas, 2010). Históricamente, a Cervantes lo habían tenido por un escritor realista, a tal punto que Borges se creyó herético al revelar las “Magias parciales del Quijote” (1952, Nuevas Inquisiciones). Con diferencia, lo que más enfatiza “Magias” es que, en la segunda parte del Quijote, los protagonistas hayan leído la primera.
El propio Borges fue durante décadas incomprendido, como indican los análisis de su obra que reducen lo fantástico a irrealidad metafísica. Esos análisis descuidan un movimiento crucial en lo fantástico: el que va de la ficción a la realidad. Aquí hemos esbozado una dimensión de ese movimiento, a saber, la forma en que el lector (o espectador) se ve interpelado directamente por la ficción. Juegos de este tipo encontramos en la obra de pintores realistas como Caravaggio y Velázquez. Así como Borges llegó a abominar del excesivo formalismo y de la floritura que caracterizan a los escritores barrocos, también supo valorar ciertos procedimientos narrativos de que hace uso el Quijote.
Marcelo Sánchez
Argentina

Marcelo Sánchez escribe ensayos, relatos y poemas. Nació en Buenos Aires, Argentina, y vive en Alemania. Sus trabajos han recibido varios reconocimientos, y han sido seleccionados para diversas revistas y antologías literarias.