La Pluma

Encerrado en su pieza y sentado con desgano frente al microscopio, regalo de los abuelos, Joaquín se disponía a hacer la tarea de ciencias que le habían dado en el colegio. Hacía un calor horrendo, tenía el cuerpo pegajoso de sudor y se sentía somnoliento, pero la revisión era para el día siguiente y ya lo habían castigado quitándole la consola de videojuegos, el tesoro más preciado que había tenido nunca. La amenaza era que si no terminaba la tarea antes de la cena no volvería a verla, así que no le quedaba más remedio que terminar lo antes posible.

Agarró la mochila del suelo, sacó el cuaderno de ciencias, buscó la última hoja escrita y comenzó a leer: “Identifique y detalle los distintos elementos compositivos de una pluma de paloma, aplicando el sistema de clasificaciones visto en clase.”

–Puaj, qué fome –pensó, restregándose los ojos con modorra–, ¿por qué tienen que hacer todo tan aburrido? Y siguió leyendo: “Identifique y describa los ácaros de paloma presentes en la pluma ¿Cómo se desplazan?, ¿cuántas patas tienen?, ¿cuál es su color y forma?, ¿cambian estos elementos de un ácaro a otro?”

–Bueno, esta parte es menos fome–volvió a pensar, mirando por la ventana y dejando que su imaginación de niño le amueblara la mente de fantasías –. Los ácaros deben ser como unos monstruos chiquititos del espacio. Voy a partir por esta parte que es más entretenida –se dijo.

Puso un lápiz junto al cuaderno, sacó de la mochila la bolsa con las plumas que había recolectado en el recreo, tomó una y la puso en la platina, bajo el lente del microscopio. Le dio sesenta aumentos y cerrando el ojo izquierdo acercó el otro al ocular. No fue capaz de identificar nada, solo formas extrañas y opacas que no se diferenciaban entre sí. Ni siquiera estaba seguro de si estaba mirando bien. Se irguió decepcionado en la silla, reacomodó la pluma, le dio doscientos aumentos, por las dudas, y volvió a inclinarse sobre el aparato. ¡Y sí! Ahora sí podía ver a los ácaros. Eran unos seres realmente repulsivos, como garrapatas peludas. Su movimiento también era algo que le producía mucha repugnancia. Las patas, articuladas en varias partes y con unos pelos gruesos repartidos irregularmente no dejaban de sacudirse en el aire, según le parecía a Joaquín sin ningún propósito más que el de hacer a estos bichos aún más horrorosos. La forma en que todas las articulaciones de las patas y del abdomen no dejaban de moverse le produjeron una sensación inquietante de asco que le revolvió el estómago, por lo que en un punto tuvo que alejarse del microscopio.

–Qué bichos más horribles –volvió a pensar–, y más grandes se deben de ver más feos todavía. Dudó tan solo un segundo, y acompañando al pensamiento llevó la mano a la perilla de aumento, le subió a trescientos, y volvió a mirar.

Eran unos monstruos microscópicos asquerosos. Sus ojos, pequeños y deformes, se hundían en su carne viscosa y también tenían pelos saliendo de ellos. Desde el hocico se extendía una especie de trompa, igualmente peluda y gelatinosa que no dejaba de moverse, como una mano nerviosa tanteando en la oscuridad.

Recordó entonces que tenía que empezar a anotar lo que veía, pero le llamó la atención una cosita blanca más pequeña, que se hallaba junto a la pata de un ácaro particularmente feo. Aquella cosita era un prisma rectangular blanco, muy distinto a todo lo demás que se observaba por la lente. Enfocó mejor para ver bien cómo era, pero aún era muy pequeño, así que amplió a cuatrocientos, intentando no perder el enfoque, y volvió a mirar. Tardó un par de minutos, pero dio con una de sus esquinas, muy blanca y perfectamente cuadrada, algo que chocaba con todo lo que la rodeaba, y que le hizo sentir a Joaquín una sensación aún más inquietante que la que le producían los ácaros gigantes. Movió una milésima el enfoque, tratando de encuadrar al rectángulo completo, pero solo consiguió enfocar otra de sus esquinas. Era muy raro, pero algo le decía que esa ínfima cosita blanca le era conocida, aunque no sabía de dónde. No quería darle importancia, pero se sentía extrañamente intranquilo. Sacó el celular y buscó un rato en internet, por si decía algo al respecto, pero no encontró nada. Cansado, miró el reloj. Ya iban a ser las diez y no había escrito ni media palabra del informe, así que decidió darse por vencido con el polígono y comenzar de una vez la tarea.

Cogió el lápiz, miró por el visor y un escalofrío helado le recorrió toda la espalda, haciendo que se le erizaran los pelos. Se echó hacia atrás de un salto, su cara se tornó pálida y se le dibujó un terror como el que nace de las pesadillas. Ahora había podido ver el objeto blanco completo, enfocado directamente en el centro del microscopio. Pero estaba mal, eso no podía ser, no tenía ningún sentido. El objeto microscópico blanco junto a la pata del ácaro era –sí, no podía ser, pero era– el refrigerador grande de su casa, el mismo que en ese momento debía de estar abajo, en la cocina. No tenía ninguna duda, era el mismo, de la misma marca e incluso con los mismos magnetos y pegatinas que tenía el de la cocina. Tenía hasta la misma abolladura en la parte de arriba.

Sabía que eso era imposible y no entendía lo que estaba pasando. La habitación le comenzó a dar vueltas y la cabeza se le llenó de zumbidos. Pensó en ir a llamar a su madre para que viniera a ver aquello, pero ¿y si había sido su imaginación? Pero no, si lo había visto claramente. Decidió volver a mirar y luego llamar a su madre. Cerró un ojo, poseído por el miedo, y acercó el otro, con mucho cuidado, al microscopio. Y sí, ahí seguía estando. Ahora estaba completamente seguro de que era real. Abrió la boca para gritarle a su madre que viniera, sin sacar el ojo del aparato, pero entonces sucedió algo que no esperaba. Se sintió, en una milésima de segundo, dando vueltas y vueltas y cayendo en un pozo de vértigo y náuseas. Perdió la sensación de sus extremidades y de pronto su cuerpo se heló completamente, pero pese a eso y al miedo no pudo sacar la vista del microscopio. El refrigerador al otro lado del lente se estremeció y su puerta se abrió de un golpe, y desde dentro cayó al suelo un niño vestido como él, que levantó la cabeza y lo quedó mirando a los ojos. Era él. Joaquín lanzó un grito horrible y se echó hacia atrás abriendo los ojos, pero su cabeza golpeó con algo y ahora todo estaba oscuro. Lleno del más terrible pánico y llevado por el instinto se lanzó hacia delante empujando con las manos, abriendo una puerta frente suyo y cayendo al suelo. Afuera, un monstruo enorme y repugnante se dio vuelta a mirarlo, agitando en el aire unas patas que parecían quebrarse en una danza irreal y macabra, mientras su trompa viscosa descendía lentamente, sin hacer el más mínimo sonido.

Claudio Lillo
Chile

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