Los Titanes Acorazados (T-A) representaban el pináculo de la inventiva humana en el siglo veintidós: colosos de acero que combinaban maquinaria, electrónica y, en sus capas más ocultas, religión y hechicería. Sus runas sagradas reforzaban el blindaje contra los ataques infernales. Pilotadas por soldados de élite, cuya conciencia era fragmentada tras un entrenamiento brutal, estas máquinas se convirtieron en la última línea de defensa contra las hordas demoníacas surgidas del octavo círculo del infierno durante un evento nefasto que comenzó a inicios del siglo, conocido como la “Gran Calamidad”. Los demonios, criaturas voraces de carne y almas, bestias titánicas, resultaban cazadores implacables que se alimentaban de sus víctimas humanas en las formas más brutales imaginables, reduciendo todo a sangre, muerte, podredumbre, cenizas y desesperación.
Thomas Abernathy, piloto de la decimoctava división acorazada de titanes, se encontraba en la estrecha cabina de su unidad T-A. El transporte aéreo de la Alianza Christi temblaba violentamente, sacudido por corrientes de aire caóticas, como si hasta el mismo cielo temiera el descenso a las ruinas que alguna vez fueron Nueva York. A su alrededor, otros pilotos realizaban los últimos chequeos de sus máquinas, incluyendo los sistemas explosivos que necesitaban para realizar la misión; preparándose para el salto a tierra, y eso horrido que les esperaba abajo: un campo de batalla infestado por demonios.
El casco de control se deslizó sobre la cabeza de Thomas con un clic seco, activando de inmediato los sistemas de realidad aumentada que le ofrecían una visión completa y detallada del entorno y estado del artefacto. Cada línea de código, cada pulso eléctrico del sistema, fluía directamente a su cerebro y espina dorsal. Era como si la máquina y él se fusionaran, en una simbiosis perfecta de carne y metal. La enorme unidad crujió mientras las palancas de control respondían a su manipulación, y con un rugido mecánico, casi monstruoso, el T-A dio una pesada pisada que hizo vibrar el fuselaje del transporte.
—Chequeo de sistema… Todo verde —informó Thomas a través del intercomunicador, con su voz retumbando en la cabina.
Todos los otros pilotos informaron sus estados de manera semejante.
El sistema digital del casco mostraba la ciudad a la que se dirigían, oscura y ominosa, una necrópolis de edificios en ruinas, con incontables cadáveres resecos en el suelo. El piloto de la aeronave habló por el canal general con su voz llena de tensión:
—Estamos cerca del punto Delta…
El punto Delta, así se llamaban las alcantarillas de la antigua Nueva York, lugar en el que se encontraba uno de los portales más grandes hacia el Infierno, una herida en el tejido mismo del tiempo y de la realidad, por la que fluían hordas de criaturas demoníacas. Debían sellarlo a toda costa para empezar la recuperación de la Costa Este.
Las compuertas de la aeronave se abrieron, y el viento azotó el interior. Uno a uno los T-A saltaron, retumbando al aterrizar con el impacto de sus pesadas patas. Sus enormes cuerpos acerados empezaron su avance a través de las calles, sacudiendo las ruinas alrededor.
El T-A de Thomas se movió con una lentitud deliberada, sus pasos eran pesados, como si cada uno hundiera el suelo bajo el peso inmenso de la máquina. Los motores rugían con cada avance, el acero rechinaba mientras los pistones hidráulicos bombeaban combustible ardiente al motor. Los sensores de su casco captaron los primeros signos de vida: algo se movía entre las sombras y aquel movimiento no pertenecía a persona alguna.
La oscuridad circundante se iluminó de repente con un estallido producto de las armas de los T-A, cuando los primeros demonios se lanzaron al ataque.
—¡Hijos de la hueste! ¡Hijos de la hueste! —repitió uno de los pilotos. Porque los hijos de la hueste eran un tipo de demonio de primera línea, pesados y resistentes; uno de los muchos demonios identificados.
Sus cuerpos grotescos desafiaban cualquier lógica natural. Criaturas de cuernos largos e incisivos; con múltiples extremidades, garras, y dientes retorcidos como cuchillas afiladas capaz de atravesar los blindajes con una facilidad aterradora. Sus ojos brillaban con una luz escarlata maligna, y sus pieles de negrura viva, casi como alquitrán hirviente, estaban recubiertas de resistentes placas rojizas; asimismo, de entre las placas brotaban unas llamas espectrales iguales que fuegos fatuos.
Thomas abrió fuego. El cañón retumbó con un rugido ensordecedor, y los proyectiles cinéticos con encantamientos religiosos, perforaron la carne de las bestias, que, como una motosierra, terminaron arrancando miembros y cabezas. Pero no resultaba suficiente. A pesar de las heridas masivas, que podrían detener cualquier otra criatura, los demonios avanzaban, arrastrando sus cuerpos mutilados, impulsados por una rabia primigenia que no conocía descanso.
—¡Utilicen munición expansiva! —Ordenó el comandante por el comunicador.
Una de las bestias saltó sobre una de las máquinas más cercanas, sus garras como navajas rasgaron el blindaje y arrancaron la cabina. El piloto gritó cuando fue arrastrado hacia afuera, desmembrado en el aire, desprovisto de brazos y piernas, mientras la sangre salpicaba las unidades T-A cercanas. El estómago de Thomas se revolvió con esa brutal escena, pero no había tiempo para pensamientos o miedo. Con un movimiento rápido, apuntó y disparó, destruyendo al demonio en una explosión de carne y entrañas.
—¡Formación circular! —gritó el comandante por el comunicador—. ¡No dejen que alcancen nuestras espaldas!
Aquella indicación necesaria, porque de alcanzar los demonios las espaldas de las unidades T-A, perderían cualquier ventaja estratégica. Avanzaron lentamente manteniendo la formación circular.
Thomas maniobró su T-A en la posición defensiva indicada, mientras más demonios emergían de las ruinas. Disparos y explosiones llenaron el aire y la tierra; un caos de fuego, metal y sangre. A medida que avanzaban, el terreno se volvía más traicionero. Los demonios eran rápidos, letales, y por cada uno que caía, dos más tomaban su lugar. Los pilotos, y sus máquinas, caían uno a uno, desgarrados de sus cabinas como muñecos de trapo, sus carnes y huesos pulverizados en un espeluznante espectáculo visceral y sanguinario.
El miedo se enroscaba en la garganta de Thomas como una serpiente venenosa. Transmitiéndose hacia sus dedos, de pies y de manos. Sabía que su vida podía desvanecerse en cualquier momento. Cada paso, cada disparo, cada pestañeo, lo acercaba a una muerte inminente. La ansiedad lo consumía, sus manos temblaban sobre los controles, y su corazón latía como si fuera a estallar. La supervivencia se convertía en una simple cuestión de suerte, encapsulada en una débil cobertura de estrategia, aunque ciertamente la experiencia aumentaba el porcentaje de sobrevivir.
Después de lo que pareció una eternidad de combate, lograron despejar la superficie. Los demonios en ese lugar habían sido eliminados, pero a un costo terrible. Los cuerpos destrozados de sus compañeros yacían entre los escombros, y los pocos T-A que quedaban estaban destrozados, llenos de desgarres y abolladuras. Thomas respiró con dificultad. Agitado. Titilante. El sudor empapaba su espalda. Miró el estado de su máquina que, con algunos daños, aun estaba funcional. Pero la misión aún no había terminado. Debian continuar hacia el punto Delta.
Con los restos de la decimoctava división acorazada de titanes, descendieron a las alcantarillas a través de un boquete en el suelo. Dentro encontraron las compuertas internas de las alcantarillas, que se construyeron en algún momento para intentar contener el avance demoniaco; se abrieron en un pesado y oxidado movimiento, y una oscuridad opresiva devoró todo alrededor. Encendieron las luces de exploración, que apenas conseguían iluminar el camino al frente. El lugar era claustrofóbico; los pasadizos estrechos y laberinticos, y las sombras en movimiento, impulsadas por las luces, parecían también querer devorarlos.
—Sigo sin ver nada en el radar… —informó Thomas con voz tensa. Pero todos sabían lo que los esperaba más adelante.
Avanzaron unos cuantos metros, tal vez cincuenta… tal vez cien…
De repente, surgieron más demonios. Criaturas aún más horrendas que en la superficie, moviéndose entre las sombras con una velocidad aterradora. Continuaban siendo hijos de la hueste, pero de mayor rango. La batalla en ese lugar cerrado era desesperante. Los cañones disparaban en todas direcciones, pero la falta de espacio circunscribía sus movimientos. Los T-A temblaban con cada impacto de los demonios, las luces parpadeaban mientras los sistemas sufrían impactos. Destellos cortos pululantes, decoraban la escena.
Y en aquel momento una violenta explosión en uno de los T-A en la retaguardia. Esa era la máquina del comandante, que ciertamente causó pánico en las tropas, pero consiguieron calmarse cuando Thomas asumió el mando:
—¡Firmes! ¡Cumpliremos con la misión cueste lo que cueste!
Thomas disparaba sin cesar. Gritaba mientras lo hacía. Pero los demonios parecían no detenerse. Uno de ellos embistió su máquina e intentó destrozar la cabina con sus garras. Con un movimiento rápido, Thomas activó los propulsores, sacudiendo a la criatura. Sin darle tregua, la embistió y la aplastó contra la pared con una brutalidad equiparable a la de los demonios. Pero la sensación de ser una presa acorralada nunca desaparecía. Se sintió como un cazador enfrentándose a un depredador letal, uno que podía defenderse con la misma brutalidad con la que atacaba.
Continuaron el combate y muchas otras máquinas sucumbieron. No obstante, siete T-A en terrible estado consiguieron abrirse camino.
Continuaron hasta divisar el portal demoniaco. Un vórtice masivo de energía oscura se arremolinaba ante ellos, emitiendo un zumbido bajo y constante que parecía resonar en sus almas.
Otros hijos de la hueste empezaron a surgir desde el portal. No tenían demasiado tiempo. Thomas avanzó mientras los otros T-A le daban una intensa cobertura. Los sistemas explosivos con encantamientos, que cargaban en las máquinas era la única forma de cerrarlo definitivamente, y Thomas tomó la decisión que el suyo era el elegido para la tarea; pero algo estaba mal. El sistema de liberación estaba dañado, bloqueado. Thomas revisó los sistemas con frenetismo, pero las palabras “ERROR CRÍTICO” parpadearon en el sistema holográfico.
—No… —murmuró. Analizando con detalle, buscaba desesperadamente una solución. Entre tanto los otros T-A caían. Thomas observaba como los últimos T-A eran destrozados mientras lo cubrían.
Entonces Thomas observó cómo, tal vez atraído por la brutal matanza, múltiples zarcillos, grotescos y caóticos, empezaron a aflorar desde el interior del portal. Se avecinaba un peligroso demonio, sin pensarlo demasiado supo que era un “Aniquilador”, que, de surgir completo, no solo imposibilitaría la misión, sino también futuros intentos.
Y entonces un rugido inhumano, gutural, sobrevino desde el portal:
—¡Hambre!
Thomas lo supo. No había otra opción. El destino de la misión y de la supervivencia de la humana estaba apostado en su totalidad en ese lugar, en ese instante.
—Activaré el reactor del T-A —Su voz se expresó como un débil susurro en el comunicador. Empezó a manipular los controles al avance—. Si fallamos aquí fallaremos nuestra misión de controlar la Costa Este.
—¡Thomas, hazlo! —gritó el último de los pilotos con vida antes de emitir un grito desgarrador, producido por la muerte y acompañando el grito, una explosión—. ¡Ahg!
El reactor del T-A de Thomas empezó a sobrecargarse, y una luz cegadora llenó la cabina mientras la temperatura aumentaba en un ritmo vertiginoso. Sabía que no sobreviviría, pero al menos, la humanidad tendría una oportunidad por más minúscula que pareciera. Mientras el portal crepitaba frente a él, Thomas cerró los ojos y abrumado por una secuencia visceral de imágenes de sus amigos, compañeros y familiares que habían muerto en la cruzada con los demonios, empezó a orar un frenético padre nuestro; dejó que con dolor el inmenso calor del reactor lo consumiera en vida.
El último pensamiento que, después del “amen” del padre nuestro, cruzó su mente antes de la explosión fue simple y directo como una bala de una magnum en la cabeza de una persona: Carne, metal y demonios. Todo arde igual.
Todo el lugar estalló en una explosión de fuego y luz, cerrando el portal para siempre.
Cristian Fernando Guevara Hincapié
Colombia

Cristian Fernando Guevara Hincapié, escritor y psicólogo colombiano, apasionado por la ciencia ficción y el terror. En su trayectoria, ha publicado en varias revistas y antologías hispanoamericanas, explorando los límites de lo imaginable y lo oscuro para construir historias que dejen una huella en el lector. En este cuento fusiona ciencia ficción, horror cósmico y fantasía bélica, el cual forma parte de un universo literario en desarrollo.
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