Cuatro microensayos de literatura y vida cotidiana

1. Mínimo elogio de lo mínimo

La genialidad de las ideas, el rigor lógico y el espíritu crítico decrecen mientras mayor necesidad se tiene de escribir una obra extensa. Son pocos los autores que logran escribir libros prolongados sin perder la originalidad (Theodor Adorno, Denis de Rougemont, Erich Auerbach, etc.). De ahí mi constante reclamo hacia la imposición académica de escribir trabajos extensos incluso cuando en este mundo lo que más escasea es la gente creativa o con ideas novedosas. Basura y pérdida de tiempo es lo que propician. Frases olvidables, tonterías. Cuanto más largo es un texto, más propenso se encuentra a la repetición, la tautología, la obviedad o la contradicción. No creo que sea completamente necesario llegar al extremo de un Wittgenstein y reducir las reflexiones a puras formas lógicas, pero sí depurar los textos lo máximo posible de todo aquello que sobra.

2. La tristeza de los prefacios
El prólogo a La Tía Tula de Miguel de Unamuno, escrito por el mismo autor, comienza con la siguiente advertencia: “Prólogo (que puede saltar el lector de novelas)”. Recuerdo que cuando leí esta frase por primera vez me dio risa. Pensé en la típica irreverencia de Unamuno, que en este caso llamaba flojo al lector. Más tarde, sin embargo, reflexioné que quizás aquel guiño contenía una idea más profunda. Unamuno (que, por cierto, es uno de los escritores más originales y valientes de su generación) solía poner mucho empeño a sus prólogos, tanto que se puede decir que en ellos la novela ya ha dado comienzo. Como en el Libro de buen amor o como en el Quijote (al que, en mi opinión, Unamuno se la pasó reescribiendo en casi toda su producción novelística), el prólogo no es un mero paratexto que nos da las claves en que debe interpretarse la obra, sino una parte fundamental de esa ruptura de la ficción que siempre lo caracterizó.
Pienso que para un artista que se toma en serio el oficio y se esmera en que cada frase sea relevante y esté bien escrita, es lamentable esa práctica —tan propia de nuestra época de consumo fugaz, y tan fomentada por los mismos lectores en plataformas como Goodreads o Letterbox— de la lectura fugaz y desechable, esa que solo se realiza para presumir que se ha leído tal o cual obra aunque el aprendizaje haya sido nulo. Detrás de ese chiste, pensé, se escondían una profunda tristeza y la resignación del artista que sabe que su apuesta estética solo sería valorada en su plenitud por los intérpretes más comprometidos. Esa negación de la gloria a la que se han sometido quienes han sacrificado la aceptación masiva en favor de la justa valoración de unos cuantos. En palabras de Rubén Bonifaz Nuño: “Para los que están armados, escribo”.

3. La valentía del filólogo
Estudiando para mi examen de ingreso a la maestría, he necesitado reforzar mis conocimientos de literatura antigua. Para eso, acudí al rey de las categorías y taxonomías literarias: Ernst Robert Curtius. Aunque ya había leído unos cuantos capítulos de Literatura europea y Edad Media latina (su obra maestra), revisitándola, he quedado impresionado con su erudición. Curtius da la impresión de haber conocido todas y cada una de las obras antiguas, y aquí ya no sólo me refiero a la materia literaria, sino teológica, filosófica y hasta científica. Creo que él era de esas pocas personas capaces de elaborar una teoría general de la literatura.
Leyéndolo, y descubriendo la perspectiva histórica que se desprende de su manera de valorar los trabajos de siglos anteriores, me he sentido regañado por mi tremenda ignorancia, y también me he percatado de lo lejos que en las facultades de Letras estamos de alcanzar ese rigor y profesionalismo en la investigación. ¿Por qué no estamos leyendo a Curtius? Si en las universidades estamos leyendo y propagando mero conocimiento hiperespecializado, ¿qué nos espera de los sectores de la población donde la instrucción literaria es prácticamente inexistente? ¿Por qué si la universidad tiene como propósito formar profesionales de los estudios literarios —y para ello destina una cantidad extravagante de recursos, que en el caso de algunos profesores llega a cifras que no corresponden con el nulo aporte social de sus investigaciones— no estamos leyendo a los mejores en ese oficio, como lo fueron los integrantes de esa escuela filológica alemana? Y, cuando los leemos, ¿por qué no aspiramos a ser como ellos? ¿Tan cómodos estamos con esos inútiles trabajos que consisten en escribir sobre una palabra, o el uso de un sintagma en una obra específica? La mayor parte de las personas en las universidades somos unos mediocres, que hace décadas le dimos la espalda a la sociedad sólo por obtener un resguardo seguro en la institución académica. Y todavía tenemos el descaro de creer que lo que hacemos es importante y merece el perpetuo presupuesto estatal. Que no nos sorprenda, y mucho menos nos ofenda, que nuestras opiniones sean irrelevantes y el grueso de la población prefiera creer en lo que dice un divulgador (que, si me preguntan, muchos están haciendo un mejor trabajo migrando hacia esos medios de comunicación).
Estudiemos a Curtius, leamos a los mejores teóricos de la literatura. Pero no nos quedemos ahí. Aspiremos a ser como ellos. Dejemos de ser una bola de cobardes e inútiles y entreguémonos con disciplina al estudio de la literatura. Demostremos que lo que hacemos puede ser relevante para los seres humanos.

4. Palabras y dolor
Hace poco leía el poema extenso de Agustín de Salazar y Torres titulado “Discurre el autor sobre el teatro de la vida humana […]”, una supuesta parodia de las Soledades de Luis de Góngora; calificativo, a mi juicio, bastante parcial. Lo que me impresionó, sin embargo, fue la enorme cantidad de información, el esmero bibliográfico que hay que conocer para entender los chistes de ese poema. Se trata, en suma, de una obra maestra del humor del siglo XVII. Es admirable la inteligencia de Salazar y Torres para poder hacer evidentes tanto los procedimientos usados hasta el hartazgo por la poesía de su tiempo como la incongruencia lógica, incompatible con la realidad, propia del idealismo petrarquista. En ese sentido, la filología, disciplina encargada de reconstruir el significado de los textos antiguos, permite la exégesis de idioteces y bobadas pronunciadas por poetas lejanos en el tiempo (también necesitamos preservar los grandes chistes, no sólo de solemnidad vive el ser humano). Pero todo se fue a la verga cuando llegué a la siguiente estrofa:

«De esta suerte camina,
rojo como granate,
hacia donde se cría el chocolate,
o aquellos ingredientes por lo menos
que componen tan dulce golosina».

Mi primera reacción fue de felicidad por reconocer que esa bella perífrasis era una forma de decir América o, más específicamente, México. Pero la última palabra, como daga inmaterial, me produjo un flashback siniestro. Aquí, en una operación semejante a la del filólogo, reconstruyo el contexto para explicar mi reacción: una ex novia que dejó huella en mí tenía una extraña propensión a utilizar el español neutro propagado por las caricaturas estadounidenses. No solía decir refresco, sino soda; tampoco dulce, sino golosina. Luego recordé que, por la ternura con la que solíamos comunicarnos, me habría encantado mostrarle esta estrofa, pues era el tipo de detalles y estupideces que cotidianamente nos enviábamos por mensaje. En cuestión de segundos comencé a sentir ese disparo de alguna hormona que desconozco, pero que debe ser la encargada de propiciar el llanto, pues un cosquilleo comenzó a ascender por mi cuerpo, me calentó la cabeza y terminé llorando, recordando el horrendo fracaso de la última vez que amé con esa fuerza, pensando en la profunda conexión que ella y yo edificamos en vano, dejando manías, secuelas y un cuerpo aleccionado (mis manos te han olvidado / pero mis ojos te vieron, dice Salvador Novo). Intuyo que esa reacción también tiene su razón de ser: la memoria de un trauma objetivada en un proceso químico que me protege —o al menos advierte— de volver a ser herido de esa forma. Como si habilitáramos al cuerpo para recordarnos de ese peligro mortal que Occidente se ha encargado de divinizar: el amor.
Berridos aparte, esto también me hizo pensar en cómo el significado emocional que atribuimos a las palabras es capaz de condicionar el efecto de todo un texto, incluso si el grueso de sus elementos constructivos vira hacia otra dirección, como es el caso del poema de Salazar y Torres. Una experiencia personal, unida a un signo lingüístico, fue capaz de transformar un texto risible en un detonante de la nostalgia. Sin caer en ese relativismo según el cual todos los textos dicen algo distinto a cada persona —pues, en tanto que miembros de una sociedad, siempre poseemos acuerdos semánticos—, diré que nunca sabemos qué reacción puede provocar esa agrupación de significados que se conjugan en una obra de arte. Tal vez alguna de mis palabras evoquen en quien las lee un recuerdo maravilloso u horrible. Pido una disculpa, en todo caso, por desestabilizar emocionalmente a quien solo buscaba entretenerse por un momento.

Alexis Aparicio Díaz
México

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