El visitante

«Y las máquinas sentenciaron el futuro». Afirmaban con alevosía algunos creyentes, adeptos a las doctrinas fruncidas en las antiguas escrituras. Aseguran que el génesis del todo radica en una amalgama de carne y cables. Profieren mediante gozos eclesiásticos una muestra fidedigna que toman como algo de índole primordial, y lo imponen hacia los pocos que les creen, como un acto de la humanidad antigua, es decir, como algo verdadero.
Relatan que hace eones de años, cuando el planeta era un manto gris, despoblado de montañas y bañado por centenares de ríos y mares, una figura de lo que parecía ser un hombre emergió de un agujero que apareció de repente cubriendo los cielos. Era un hombre con cables que le colgaban de sus fauces. Estaba cubierto por un material extraño que regalaba una luminiscencia opaca y un olor extraño —se concluyó mediante estudios que se trataba de algo metálico—. Chirriaba al caminar y al mover sus extremidades. Su rostro, el cual se hallaba perdido entre una mezcolanza de carne con más cables, brindaba una sensación de asco, pero a la vez, de curiosidad.
El hombre nunca se presentó como alguien amigable, mucho menos con intereses netos de una ayuda consensuada. Solo arribó a nuestro planeta, trazó unas líneas en la caliente tierra árida que era golpeada por el ingente calor del sol y luego procedió a construir un fuerte con arena, agua y muchas ramas secas. Aquel hombre metálico tenía conocimientos de construcción. Algo que en esa época brillaba por su ausencia.
Destilaba de sus poros un material viscoso, de tono oscuro y que quemaba al tacto. Lo llamó aceite. Un material único que proliferaba una sensación de confusión hacia todos los que estaban allí.
Con el tiempo, hizo de su cuerpo un manojo de partes únicas que usó a medida que era necesario. Sus brazos los dejó colgados en la cima de un árbol, asemejando a una antena; sus piernas las dispuso en formas contorneadas, construyendo una figura sin forma, pero que, con el tiempo, se concluyó que se podría haber tratado de otro tipo de señal, por la forma en cruz y un par de círculos hechos con otros materiales apostados sobre un montículo de tierra en una zona bastante despoblada. De su rostro extrajo un par de piezas rectangulares, de unos quince centímetros de largo por cinco centímetros de ancho y con un grosor de dos centímetros aproximadamente. Este par de piezas tenía impresas en una de sus caras una figura bastante extraña; era como un hombre con múltiples brazos sosteniendo un fuego en lo alto y en su base, lo que parecía ser un cáliz… o un receptáculo ovalado. Las emplazó con sumo cuidado de no entorpecer nada, cerca de sus piernas y, en cuanto sucedió, el hombre dejó de emitir ruido; parecía muerto, pero aún estaba expeliendo calor.
Así estuvo inmóvil durante diez días y diez noches, ante el inclemente poder disuasivo del calor del sol y ante la frialdad excesiva que acompaña a la noche, bajo un manto celestial que regala imágenes conformadas por puntos destellantes. Cada noche, esos puntos parecían estar más cerca del lugar en donde se hallaba la extraña figura hecha por el hombre. Para la noche número once, algo mucho más extraño sucedió. De los cielos, un agujero que empezó como un pequeño punto creció con prontitud, depositando a los alrededores una luminiscencia fervorosa. A medida que crecía, las luces que lo rodeaban giraban formando patrones inexactos y demasiado turbulentos. La población anonadada empezó a rezar; creían que se trataba del fin del mundo o algo apocalíptico, de magnitudes ajenas que recaen en lo ignoto antes visto por las miradas acusadoras, persuasivas, sombrías y déspotas del hombre.
Cuando el agujero ganó anchura, dejando evidente una dimensión considerable, desde su interior que era dominado por oscuridad, emergió un ser alado, amorfo, con múltiples ojos y complementado por esferas que giraban con fuerza, creando un campo de energía extraña. También tenía un par de alas de las cuales brotaba una masa de energía y que se sacudían al compás de un ruido etéreo y casi primordial. Eran como ecos celestiales que también provenían de aquel agujero.
El extraño ser se posó encima del hombre metálico, dejó caer una luz amarilla que destellaba, creando arcos de luminosidad que cegaban por efímeros momentos a todos los que estaban presenciando tan insólito evento. Los incautos dominantes de tierras aledañas y acaudalados sembríos proferían letanías en lenguas indistinguibles; se sentía como en su voz se hallaban halos de miedo mezclado con la incredulidad que a todos los rebosaba.
La historia continúa desde un punto más adelante, cuando aquél ser alado asumió una postura dominante, posicionándose en el cielo y girando con una fuerza antinatural, creando torbellinos de aire que sacudían todo a su alrededor y un ruido crepitante de tierra moviéndose y fuego naciendo dentro de ella; parecía el infierno mismo, pero visto desde un lugar no tan apacible.
Todo lo que yacía a los alrededores se consumió; la mente de algunos que vieron al ser extraño se distorsionó arrojándose al suelo polvoriento y jadeando con demencia, expulsando baba y desorbitando sus ojos, blanqueando su iris y regalando una impresionante sentencia sobre lo que estaba sucediendo. De pronto, los mares se alborotaron y grandes olas arremetieron contra algunas pequeñas civilizaciones y, del cielo que se volvió gris, bajaron truenos muy poderosos, que golpeaban la tierra y la hacían temblar. Muchos pensaron que ahora sí se trataba del fin de todo.
La algarabía de los que vivieron sobrepasaba los gritos demenciales que eran expelidos por una fuerza indómita; muchos se cuestionaron sobre su fe; otros, en cambio, prefirieron dejarse caer en una convicción ajena a sus creencias.
El infierno se desató con furia en la Tierra y pareció durar un quinquenal; cada palabra fruncida era cuestionada por los acólitos fieles a la palabra sagrada, quienes se resguardaban en cuevas alejadas del desastroso evento provocado por aquel ser extraño, el cual se mantenía emergente en el mismo lugar; era inamovible a la mirada, pero perceptible a las sucesiones de la mente.
La noche llegó, después de muchas otras noches en donde la penumbra reinó sin prejuicio. Después de un largo periodo en donde la catástrofe cobró la vida de más de un centenar de personas.
El primer hombre, el metálico, despertó, se reincorporó, alargando su pesada figura e imponiendo su mirada hacia el extraño ser alado. Muchos creyeron que todo sucumbiría a un nuevo evento apocalíptico, pero después de unos minutos que parecieron eternos, el ser alado se difuminó de la nada, solo desapareció y dejó un vaho lleno de un humor a yerba fresca orbitando por el cielo.
El hombre metálico fijó su mirada en los pocos habitantes que se atrevieron a abordarlo. Y, en cuanto todo se calmó, simplemente se desintegró, dejando un charco de un líquido viscoso, muy parecido al aceite.
Sin lugar a dudas, fue una serie de eventos que enmarcaron lo más turbio jamás atisbado por la humanidad.

Después de cientos de estudios, de lecturas en textos resguardados por el polvo en antiguas bibliotecas del mundo, y después de leer las profecías dejadas por Ezequiel en su libro perdido y escondido, se concluyó que el ser alado se podría haber tratado de un ángel, enviado por una civilización antigua que se resguarda con sutil prejuicio en los confines del universo. Más allá de nuestra comprensión; por muy incrédulo que suene, el universo guarda secretos que la mente disocia en cuanto los aborda.
Del hombre metálico, se desconoce su procedencia, sus intenciones y su finalidad en este plano. Lo único seguro es que no pertenecía, al igual que el ser alado, a este plano terrenal, a esta dimensión, a este universo. Fue un visitante que quiso conocer nuestra cultura, y que, por poco, la destruye. Dejando sentencia que, desde lo más antiquísimo de la historia del hombre, el génesis del todo viene la de carne y los cables.

Somos tan solo una proyección holográfica de un plano adyacente un tanto similar.

Julián Andrés Delgado
Cali, Colombia.

Estructuras. Pastel graso sobre papel.

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