Siempre me gustaron los edificios antiguos, porque tienen más historia, más alma, más humanidad, si es que se puede decir eso de un edificio. Así que cuando me fui a vivir a uno muy viejo que está en la calle Merced, cerca del cerro Santa Lucía, estaba feliz. No me importaron los problemas con las cañerías averiadas, las cucarachas, la pintura descascarada ni ninguna de esas dificultades para las que ya estaba preparada. Por eso cuando un día apareció una mancha de humedad de la que caían gotitas en el cielo de mi dormitorio no le di mucha importancia, fui al piso de arriba y le dije al tipo que vivía sobre mi departamento que se estaba pasando agua al mío.
— Sí disculpa, es que se me dio vuelta un tiesto con agua — me dijo medio despreocupado—, pero ya lo limpié.
— Ah bueno, gracias, no te preocupes —le respondí y me fui a seguir en mis cosas.
La mancha no se fue, y a los tres o cuatro días había tomado un color entre verde y café, y empezó a despedir un olor extraño, que se tomó mi pieza y empezó a quedarse también en mi ropa. Pese a eso tampoco le di importancia, lavé toda la ropa y limpié la mancha, rematándola con limpiadores especializados y desinfectantes, y seguí mi vida como siempre.
Lo que no me esperaba era que, al quinto día, de vuelta del trabajo y al abrir la puerta de calle, me recibió un olor putrefacto y asqueroso, como de un cadáver remojado en amoníaco. Y claro, el olor venía de mi pieza, de la mancha de humedad que ahora tenía una mezcla de colores entre rojo y verde. Era tarde y con ese olor repugnante no podía dormir ahí, así que aguanté la respiración, me metí de un salto en la pieza y saqué las cosas más importantes, luego cerré la puerta por fuera y le puse cinta adhesiva en las junturas, para que no saliera la hediondez. Subí al departamento sobre el mío y encaré al tipo, que me dijera qué era lo que había volcado en el piso, pero insistió, de forma muy creíble, que solo había sido agua. No me quedó más que creerle. Al final bajé y pasé esa noche en el living, durmiendo en el sofá. Dormí pésimo, y al día siguiente ya no quería pensar en mi departamento, en el olor ni en cómo iba a limpiar todo aquello, así que cuando le conté la historia a una amiga y ella me ofreció irme unos días a su departamento acepté encantada. Aparte que al fin y al cabo y como ella decía me haría bien la compañía.
Me terminé quedando dos meses con ella, y en todo ese tiempo apenas habré pensado un par de veces en el departamento que dejé abandonado. Evitaba pensar en eso porque por un lado me estresaba no saber qué hacer y por otro me angustiaba que el tiempo pasaba y yo no hacía nada. Temía también que los vecinos reclamaran por el olor y que fueran a pensar quizás qué. Pero los días pasaron rápido y llegó el día en que decidí volver y tomar cartas en el asunto, sin importar lo mal que estuviera la cosa. Junté valor y me fui decidida a recuperar mi hogar.
Cuando abrí la puerta del departamento el olor a descomposición me volvió a dar en la cara, aunque ahora era mucho más suave. En el piso estaban desparramadas un montón de cartas, cuentas y cobranzas, todas mordisqueadas por pequeños dientecitos. Me tapé la nariz con un pañuelo y di unos pasos hasta el centro del comedor, desde donde vi la puerta de mi pieza abierta y aun con restos de la cinta adhesiva. Me dio pánico y me quedé ahí congelada tratando de entender qué pasaba. Y entonces la vi venir desde mi habitación. Se me acercó confiada y con curiosidad. Era muy pequeña, no tendría más de veinte centímetros parada en las dos patitas de atrás. Al principio, entre el miedo y el asco de la situación, pensé que era alguna clase de ratón, y que habrían invadido la pieza por la pestilencia, así que escapé aterrada, cerré bien la puerta, le puse un mueble adelante y me fui a vivir nuevamente con mi amiga.
No pasaron muchos días antes de que la preocupación y unos pensamientos recurrentes me hicieran retornar. Como dos semanas. Después de todo era mi casa y no podía perderla por unos ratones y mi cobardía. Me quedé además pensando mucho, antes de volver, en la forma en la que me había mirado aquella criatura directo a los ojos, y en que por otro lado ni siquiera intentó esconderse o escapar. Primero la llamé criatura, luego le decía «animalito», y al final hasta le puse un nombre.
Cuando regresé, desde la entrada hasta mi pieza se podía distinguir un olor dulzón e intenso. No era pestilente. Era como el olor de un bosque de muchas especies distintas. No supe qué pensar. A medida que me acercaba a la habitación el olor era más fuerte y me dio un poco de miedo. Cuando entreabrí la puerta un olor vegetal exquisito me golpeó todos los sentidos y pensé que iba a desmayarme, como pasa con esos orgasmos tan intensos que te hacen desfallecer. Las paredes del dormitorio y todos los muebles en el interior estaban tapizados de una especie de gobelino fúngico. Me asustó que pudiera infectarme con alguna contaminación tóxica, pero el delicioso olor y sus colores vivos me hicieron confiar. Los colores brillaban en la oscuridad y se podía percibir un cierto movimiento, como si el manto de hongos respirara. Entré sin miedo a la habitación, que ya no se parecía en nada a mi pieza ni a ninguna pieza que yo haya visto. Parecía un mundo de ensueño, una locura salvaje y multicolor. Desde detrás de un baúl, que parecía un regalo de navidad, por los colores, se asomó «Patitas». Así le puse, porque tenía varias patitas. Tenía nueve. Sí, eran impares, no sé si le faltaba o le sobraba una, o a lo mejor era así. Pensé en llamar a mi amiga para contarle, pero iba a pensar que estaba loca. Cuando entré al cuarto, Patitas se me acercó como si me conociera de siempre, no tenía miedo ni desconfianza. Era muy bonita y hacía unos sonidos como de pajarito. Yo dejé que se acercara y me agaché para mirarla mejor. Era el animalito más tierno que había visto en mi vida. Y eso que he tenido muchas mascotas desde pequeña. Pero no existe un cachorro, de ningún animal, que supere en ternura a Patitas. Le acerqué la mano: cerró sus ojitos y agachó su cabecita, para que la acariciara, y eso fue lo que hice, y después la tomé en brazos y empecé a decirle que era muy bonita y esas cosas estúpidas que una les dice a los bebés o a los cachorros. Fue en ese momento cuando decidí volver a vivir a mi casa con ella. Alguien podrá cuestionar esta decisión, pero si hubiera visto a Patitas tengo la certeza de que la entendería inmediatamente.
Trasladé entonces mi dormitorio a otra habitación, porque esa ahora era su pieza, la más bella que se pueda imaginar, con ese tapiz vivo y multicolor que llenaba la casa de fragancia. Creo que a la semana siguiente Patitas dijo sus primeras palabras, y antes de llegar a fin de mes ya podíamos conversar de distintos temas. Me llamaba por mi nombre y me decía que quería ir al colegio, pero yo le decía que los humanos somos malos y que le podía pasar algo, como veíamos que pasa en las películas (veíamos muchas películas juntas). Ni siquiera quería mostrársela a mi madre por miedo a que le fuera a contar a alguna vecina.
Vivíamos felices con Patitas y salíamos de paseo a veces. La llevaba en una mochila escondida y cuando comprobaba que no había nadie la dejaba salir con mucha precaución. Vivimos así seis meses, los más felices de mi vida. Al comienzo del séptimo me fui a dormir una noche a mi cuarto y al día siguiente desperté en un hospital. Me dijeron que había estado alucinando por semanas, intoxicada. Que los hongos alucinógenos o no sé qué de un nombre científico muy raro. No quise preguntar por Patitas, pero temía lo peor. Me dijeron que todo lo que había vivido en ese tiempo con ella jamás había sucedido y que en realidad había estado semiinconsciente casi todo el tiempo, pero no podía ser. Si Patitas hasta me hablaba de cosas que yo desconocía, ¿cómo iba a saberlas si era una fantasía? Cuando volví a la casa la habían ordenado y limpiado por completo, hasta por debajo de los muebles grandes. Y no había rastros de Patitas, que yo sabía que se la habían llevado para hacerle experimentos.
Pero no me quedé de brazos cruzados y lo primero que hice fue mojar todo el techo de la habitación, aunque al día siguiente ya estaba totalmente seco. Frustrada, subí y le pedí al vecino, por favor, que volviera a dar vuelta un tiesto con agua, pero me miró como si estuviera loca. Le ofrecí dinero, una buena suma, solo por dar vuelta un tiesto con agua en el suelo de su pieza. Me siguió mirando extraño, pero aceptó. En una media hora ya se asomaba la panza de una gota por el techo de la pieza de Patitas. A los días se transformó en una mancha de moho, pero no pasó de ahí. Ni siquiera le salió mal olor. Estaba decepcionada, subí nuevamente y le exigí al vecino que volviera a hacer exactamente lo que había hecho la primera vez, que lo recordara con cuidado. Le ofrecí más dinero. ¿Estaba completamente seguro de que había sido solo agua? ¿No le había echado algo más? ¿Con qué había secado? ¿Estaba con alguien más aquel día? Pero el idiota se asustó y terminó echándome, con amenazas de llamar a la policía si seguía con lo que él llamaba «mis rarezas».
Preparé muchas mezclas de distintos compuestos y rocié el cielo con cada uno de ellos, pero nunca volvió a pasar lo mismo. Investigué por horas y días en internet, en páginas de contenido muy raro, al borde de lo enfermo, y mezclé cosas que no debí mezclar, pero tampoco funcionó.
Después empecé a probar con los famosos hongos alucinógenos. Los probé todos: psiloscibes, amanita muscaria, hasta peyote. Tuve un recorrido alucinógeno completo por el origen del universo, los elementos de mi inconsciente y hasta escenas de mi infancia, pero de Patitas ni rastro. También probé LSD, pero nada. Sufrí mucho por varios meses. Nunca me había sentido tan sola.
Ahora me paso las tardes fumando marihuana y mirando por la ventana, pensando en Patitas. A veces lloro, a veces me acuerdo de sus ocurrencias y me río. Pero cuando la gente me pregunta siempre les digo lo mismo: que tuve una intoxicación alucinógena causada por hongos que mutaron, que fue una locura, que ahora estoy bien. Pero no estoy bien. Aún la extraño. Y siendo muy honesta, mi vida ya nunca volvió a ser lo mismo sin ella.
Siempre me gustaron los edificios antiguos, porque tienen más historia, más alma, más humanidad, si es que se puede decir eso de un edificio. Así que cuando me fui a vivir a uno muy viejo que está en la calle Merced, cerca del cerro Santa Lucía, estaba feliz. No me importaron los problemas con las cañerías averiadas, las cucarachas, la pintura descascarada ni ninguna de esas dificultades para las que ya estaba preparada. Por eso cuando un día apareció una mancha de humedad de la que caían gotitas en el cielo de mi dormitorio no le di mucha importancia, fui al piso de arriba y le dije al tipo que vivía sobre mi departamento que se estaba pasando agua al mío.
— Sí disculpa, es que se me dio vuelta un tiesto con agua — me dijo medio despreocupado—, pero ya lo limpié.
— Ah bueno, gracias, no te preocupes —le respondí y me fui a seguir en mis cosas.
La mancha no se fue, y a los tres o cuatro días había tomado un color entre verde y café, y empezó a despedir un olor extraño, que se tomó mi pieza y empezó a quedarse también en mi ropa. Pese a eso tampoco le di importancia, lavé toda la ropa y limpié la mancha, rematándola con limpiadores especializados y desinfectantes, y seguí mi vida como siempre.
Lo que no me esperaba era que, al quinto día, de vuelta del trabajo y al abrir la puerta de calle, me recibió un olor putrefacto y asqueroso, como de un cadáver remojado en amoníaco. Y claro, el olor venía de mi pieza, de la mancha de humedad que ahora tenía una mezcla de colores entre rojo y verde. Era tarde y con ese olor repugnante no podía dormir ahí, así que aguanté la respiración, me metí de un salto en la pieza y saqué las cosas más importantes, luego cerré la puerta por fuera y le puse cinta adhesiva en las junturas, para que no saliera la hediondez. Subí al departamento sobre el mío y encaré al tipo, que me dijera qué era lo que había volcado en el piso, pero insistió, de forma muy creíble, que solo había sido agua. No me quedó más que creerle. Al final bajé y pasé esa noche en el living, durmiendo en el sofá. Dormí pésimo, y al día siguiente ya no quería pensar en mi departamento, en el olor ni en cómo iba a limpiar todo aquello, así que cuando le conté la historia a una amiga y ella me ofreció irme unos días a su departamento acepté encantada. Aparte que al fin y al cabo y como ella decía me haría bien la compañía.
Me terminé quedando dos meses con ella, y en todo ese tiempo apenas habré pensado un par de veces en el departamento que dejé abandonado. Evitaba pensar en eso porque por un lado me estresaba no saber qué hacer y por otro me angustiaba que el tiempo pasaba y yo no hacía nada. Temía también que los vecinos reclamaran por el olor y que fueran a pensar quizás qué. Pero los días pasaron rápido y llegó el día en que decidí volver y tomar cartas en el asunto, sin importar lo mal que estuviera la cosa. Junté valor y me fui decidida a recuperar mi hogar.
Cuando abrí la puerta del departamento el olor a descomposición me volvió a dar en la cara, aunque ahora era mucho más suave. En el piso estaban desparramadas un montón de cartas, cuentas y cobranzas, todas mordisqueadas por pequeños dientecitos. Me tapé la nariz con un pañuelo y di unos pasos hasta el centro del comedor, desde donde vi la puerta de mi pieza abierta y aun con restos de la cinta adhesiva. Me dio pánico y me quedé ahí congelada tratando de entender qué pasaba. Y entonces la vi venir desde mi habitación. Se me acercó confiada y con curiosidad. Era muy pequeña, no tendría más de veinte centímetros parada en las dos patitas de atrás. Al principio, entre el miedo y el asco de la situación, pensé que era alguna clase de ratón, y que habrían invadido la pieza por la pestilencia, así que escapé aterrada, cerré bien la puerta, le puse un mueble adelante y me fui a vivir nuevamente con mi amiga.
No pasaron muchos días antes de que la preocupación y unos pensamientos recurrentes me hicieran retornar. Como dos semanas. Después de todo era mi casa y no podía perderla por unos ratones y mi cobardía. Me quedé además pensando mucho, antes de volver, en la forma en la que me había mirado aquella criatura directo a los ojos, y en que por otro lado ni siquiera intentó esconderse o escapar. Primero la llamé criatura, luego le decía «animalito», y al final hasta le puse un nombre.
Cuando regresé, desde la entrada hasta mi pieza se podía distinguir un olor dulzón e intenso. No era pestilente. Era como el olor de un bosque de muchas especies distintas. No supe qué pensar. A medida que me acercaba a la habitación el olor era más fuerte y me dio un poco de miedo. Cuando entreabrí la puerta un olor vegetal exquisito me golpeó todos los sentidos y pensé que iba a desmayarme, como pasa con esos orgasmos tan intensos que te hacen desfallecer. Las paredes del dormitorio y todos los muebles en el interior estaban tapizados de una especie de gobelino fúngico. Me asustó que pudiera infectarme con alguna contaminación tóxica, pero el delicioso olor y sus colores vivos me hicieron confiar. Los colores brillaban en la oscuridad y se podía percibir un cierto movimiento, como si el manto de hongos respirara. Entré sin miedo a la habitación, que ya no se parecía en nada a mi pieza ni a ninguna pieza que yo haya visto. Parecía un mundo de ensueño, una locura salvaje y multicolor. Desde detrás de un baúl, que parecía un regalo de navidad, por los colores, se asomó «Patitas». Así le puse, porque tenía varias patitas. Tenía nueve. Sí, eran impares, no sé si le faltaba o le sobraba una, o a lo mejor era así. Pensé en llamar a mi amiga para contarle, pero iba a pensar que estaba loca. Cuando entré al cuarto, Patitas se me acercó como si me conociera de siempre, no tenía miedo ni desconfianza. Era muy bonita y hacía unos sonidos como de pajarito. Yo dejé que se acercara y me agaché para mirarla mejor. Era el animalito más tierno que había visto en mi vida. Y eso que he tenido muchas mascotas desde pequeña. Pero no existe un cachorro, de ningún animal, que supere en ternura a Patitas. Le acerqué la mano: cerró sus ojitos y agachó su cabecita, para que la acariciara, y eso fue lo que hice, y después la tomé en brazos y empecé a decirle que era muy bonita y esas cosas estúpidas que una les dice a los bebés o a los cachorros. Fue en ese momento cuando decidí volver a vivir a mi casa con ella. Alguien podrá cuestionar esta decisión, pero si hubiera visto a Patitas tengo la certeza de que la entendería inmediatamente.
Trasladé entonces mi dormitorio a otra habitación, porque esa ahora era su pieza, la más bella que se pueda imaginar, con ese tapiz vivo y multicolor que llenaba la casa de fragancia. Creo que a la semana siguiente Patitas dijo sus primeras palabras, y antes de llegar a fin de mes ya podíamos conversar de distintos temas. Me llamaba por mi nombre y me decía que quería ir al colegio, pero yo le decía que los humanos somos malos y que le podía pasar algo, como veíamos que pasa en las películas (veíamos muchas películas juntas). Ni siquiera quería mostrársela a mi madre por miedo a que le fuera a contar a alguna vecina.
Vivíamos felices con Patitas y salíamos de paseo a veces. La llevaba en una mochila escondida y cuando comprobaba que no había nadie la dejaba salir con mucha precaución. Vivimos así seis meses, los más felices de mi vida. Al comienzo del séptimo me fui a dormir una noche a mi cuarto y al día siguiente desperté en un hospital. Me dijeron que había estado alucinando por semanas, intoxicada. Que los hongos alucinógenos o no sé qué de un nombre científico muy raro. No quise preguntar por Patitas, pero temía lo peor. Me dijeron que todo lo que había vivido en ese tiempo con ella jamás había sucedido y que en realidad había estado semiinconsciente casi todo el tiempo, pero no podía ser. Si Patitas hasta me hablaba de cosas que yo desconocía, ¿cómo iba a saberlas si era una fantasía? Cuando volví a la casa la habían ordenado y limpiado por completo, hasta por debajo de los muebles grandes. Y no había rastros de Patitas, que yo sabía que se la habían llevado para hacerle experimentos.
Pero no me quedé de brazos cruzados y lo primero que hice fue mojar todo el techo de la habitación, aunque al día siguiente ya estaba totalmente seco. Frustrada, subí y le pedí al vecino, por favor, que volviera a dar vuelta un tiesto con agua, pero me miró como si estuviera loca. Le ofrecí dinero, una buena suma, solo por dar vuelta un tiesto con agua en el suelo de su pieza. Me siguió mirando extraño, pero aceptó. En una media hora ya se asomaba la panza de una gota por el techo de la pieza de Patitas. A los días se transformó en una mancha de moho, pero no pasó de ahí. Ni siquiera le salió mal olor. Estaba decepcionada, subí nuevamente y le exigí al vecino que volviera a hacer exactamente lo que había hecho la primera vez, que lo recordara con cuidado. Le ofrecí más dinero. ¿Estaba completamente seguro de que había sido solo agua? ¿No le había echado algo más? ¿Con qué había secado? ¿Estaba con alguien más aquel día? Pero el idiota se asustó y terminó echándome, con amenazas de llamar a la policía si seguía con lo que él llamaba «mis rarezas».
Preparé muchas mezclas de distintos compuestos y rocié el cielo con cada uno de ellos, pero nunca volvió a pasar lo mismo. Investigué por horas y días en internet, en páginas de contenido muy raro, al borde de lo enfermo, y mezclé cosas que no debí mezclar, pero tampoco funcionó.
Después empecé a probar con los famosos hongos alucinógenos. Los probé todos: psiloscibes, amanita muscaria, hasta peyote. Tuve un recorrido alucinógeno completo por el origen del universo, los elementos de mi inconsciente y hasta escenas de mi infancia, pero de Patitas ni rastro. También probé LSD, pero nada. Sufrí mucho por varios meses. Nunca me había sentido tan sola. Ahora me paso las tardes fumando marihuana y mirando por la ventana, pensando en Patitas. A veces lloro, a veces me acuerdo de sus ocurrencias y me río. Pero cuando la gente me pregunta siempre les digo lo mismo: que tuve una intoxicación alucinógena causada por hongos que mutaron, que fue una locura, que ahora estoy bien. Pero no estoy bien. Aún la extraño. Y siendo muy honesta, mi vida ya nunca volvió a ser lo mismo sin ella.

Claudio Lillo
Chile