Era el último día de trabajo, mi licencia estaba a punto de comenzar.
La verdad es que caminaba distraído, volando entre planes estivales y alistando los enseres para el viaje familiar.
Mis hijos estaban eufóricos y mi esposa tenía un entusiasmo contagioso.
Poco a poco me fui acercando a el domicilio laboral, enclavado en el corazón del barrio comercial de mi ciudad.
La luz del semáforo estaba en verde, y el reloj peatonal indicaba veintidós segundos restantes para realizar el cruce de la avenida.
Escuché un estruendo y otro más. Todo sucedió en unos pocos momentos, apenas había dado cinco pasos desde que inicie el fatídico cruce.
Un auto negro en huida, era manejado al borde del descontrol, por dos asaltantes del banco de la República.
Intenté salir de su trayectoria, pensé que lo había logrado.
Y de pronto todo colapsó en mi vida.
El aire se volvió denso me costaba respirar, estaba totalmente sofocado.
La luz se me apagaba, no supe jamás si era la vida que manifestaba su extinto elixir o simplemente, el tan temible colapso físico había llegado.
Por unos momentos intente recuperar el aliento.
Los ojos me decían a través de sus ventanas nubladas, que está vez no iba a ser posible.
El pulso se apagaba.
Mi mente se sumergió en un pozo oscuro y los pensamientos se conjugaron con el miedo más primitivo que jamás haya sentido.
Todo se hizo negro y opaco.
Con los restos de claridad que dibujaban mis párpados cerrados, intente decir algo que nadie entendió.
El tiempo se terminaba, ya se hacía tarde.
La parca coqueteaba desde la esquina, la vida se me había pasado rápido y a está joven edad era más jodido todavía.
Era la hora y nada más podía hacer.
Desperté lleno de moretones, liviano, sin peso, sin saber dónde estaba ni que me había pasado.
Estaba solo y había luz, estaba claro.
Me vi incorpóreo, con las mismas ropas que había muerto.

Javier Rodríguez Soria
Montevideo – Uruguay