Ruinas

Se detiene el sonido del cincel en la pared y no queda más sino recuerdos de lo que con sus manos, Vicente había construido.

A veces, de noche, podía escuchar a Pablo y Justino murmullar mientras martillaban.

En otras ocasiones, cuando los gritos no paraban de sonar, su piel se erizaba, cerraba sus ojos, enterraba su cabeza en medio de las piernas al mismo tiempo que con sus manos tapaba sus heladas orejas. Sentado en el suelo, encima de un cartón, Vicente se movía en forma de péndulo.

Los segundos pasaban, los escalofríos iban y venían, hasta que sonaban los doce campanazos anunciando la media noche.

***

Vicente, junto con un grupo de obreros de media a edad y casi todos de escasos recursos, trabajaban para «Venon» una compañía que ofrecía servicios de construcción arquitectónica, especializados en capillas y catedrales religiosas.

Los setenta y ocho obreros pernoctaban en las casi dos hectáreas de terreno baldío, hacinados en dos habitaciones de no más de ocho metros cuadrados.

Atormentados por el ensordecedor ruido de los animales silvestres, las tres primeras noches apenas conciliaron el sueño, ya luego era cuestión de abandonarse encima de las piernas, o brazo, o estómago de otro para caer rendidos sin interrupciones hasta la nueva jornada.

Doce horas de trabajo al día por media hora de descanso era más que suficiente, según el Señor Stravinsky.

No había sindicato de trabajadores y mucho menos un fondo de pensiones.

Los setenta y ocho tenían que estar agradecidos por los diez pesos diarios, la estadía y las tres comidas que no eran más que:

En la mañana una taza de café aguado que acompañaban con una sopaipilla caliente, al medio día, un trozo de zapallo con guiso de pescuezos de pollo y en la noche una taza de avena caliente.

Cada quince días, podían salir a la ciudad a visitar a sus mujeres e hijos. Tenían 24 horas para volver.

Hacían por orden alfabético una fila para tomar el sobre con la plata que habían ganado, si durante la jornada laboral se les descubría descansando debajo de algún ombú, se les penalizaba. Tenían dos opciones y podían escoger: la primera era restarle veinte pesos a su jornada por cada vez que fueran pillados descansando o trabajar su día libre.

Ninguna de las dos era una opción que quisieran tomar. Trabajar a sol y a sombra era la única forma que conocían. 

La ilusión de ver a su familia y llevarles comida y algo de dinero era lo que los mantenía en pie. Sin embargo, al llegar a sus casas y sentir el abrazo de su madre, mujer o hijos, no hacían más que desplomarse en llanto, cansancio y frustración. 

***

Al llegar a casa, Vicente tomaba un baño de agua que su mujer entibiaba en el fogón para luego verterla en una ponchera que usaban como bañera. 

Limpiaba sus uñas de la mugre que dejaba la tierra, el cemento y la sangre. Estrujaba su cuerpo con rudeza mientras que miraba ansioso los ojos de su mujer. 

Cándida tenía para entonces veintisiete años y Vicente treinta y dos. Con dos hijos varones, Cándida, los criaba con esmero. Les enseñaba a contar y las vocales. No sabía escribir y la escuela era para los que tenían suerte de tenerla cerca. 

El asma no dejaba respirar con libertad a Cándida. Tanto así que en su último parto, la matrona tuvo que darle reanimación cardiopulmonar para traerla de vuelta al mundo de los vivos. El mismo Vicente tuvo que hacer de ayudante para que en cada cierto espacio de tiempo, la matrona le indicara que debía tapar la nariz y abrir la boca de Cándida para soplar oxígeno que viajara directo a sus pulmones y resucitarla. 

***

Ya habían pasados cuatro meses desde que Vicente había aceptado trabajar para «Venon». Ocho visitas y Cándida estaba cada vez peor. 

La última vez que Vicente vio a Cándida con vida, fueron a llevar a Antonio y a Manuel a casa de la madre de Cándida. 

Vicente debía escoger: irse de nuevo al campamento de obreros o quedarse para vivir los últimos días de su mujer. 

***

El seis de agosto llegó Mercedes al campamento, habían pasado solo cinco días de haber salido. A las siete de la mañana entró Juan, uno de los vigilantes de la obra y dirigiéndose a Vicente le dijo: «Una mujer, una tal Mercedes te busca afuera». 

A penas se preparaba para ir a tomar el desayuno y no se había amarrado los zapatos. El overol azul marino se sostenía de su cintura amarrado con las mangas. Una polera amarillenta curtida de polvo y el pelo todavía sin ser aplastado por el casco naranja que tenía que lucir, al igual que el resto de los obreros. 

Al saber que Mercedes lo esperaba, trastabilló hasta la puerta, con el corazón acelerado y unas repentinas ganas de vomitar. 

Se fue de bruces y todos se lo quedaron mirando como si un espíritu se fuese adueñado de él, succionándole en segundos la sangre. Tres de ellos, Pablo, Justino y otro más, lo ayudaron a ponerse en pie y allí, sostenido por sus compañeros de cuarto, le vieron palidecer y vomitar hasta la bilis. 

Era un hecho, Cándida había muerto y Vicente lo sabía. 

***

A la vuelta de un año, el psiquiátrico, ya había sido construido. 

Los días de permanecer en el campamento habían acabado hasta que «Venon» lograse otra contratación. 

¿A dónde ir si Cándida ya no le recibiría en casa con sus ojos negros y el agua tibia en aquella bañera inventada? 

***

El silencio reinó en la vida de Vicente por más de cuatro décadas en las que prefirió vivir en la calle. Bajo el frío que se incrustaba en sus huesos cada invierno o el sol que escaldaba su piel en verano. 

Ya casi en los huesos, cada tres meses, Vicente se mudaba de una a otra casa abandonada, unas veces amanecía mojado o tiritando de frío y otras dormía en alguna plaza del centro de Santiago. 

A sus setenta y cinco años, el único recuerdo que lo sostenía en pie eran aquellos ojos negros que lo miraban cada vez que caía la noche. 

***

El hospital psiquiátrico había sido abandonado. La injerencia y el hacinamiento lo llevó a su cierre. 

Con más de quince años abandonado, era no más que un nido de cucarachas y ratas. Sólo era visitado por unos cuantos drogadictos que iban a inyectarse algo de heroína o a fumar algo de hierba. 

Al irse el sol, los invitados desaparecían y las ratas se volvían como locas haciendo chillidos agudos, peleándose entre sí por las migajas que caían de la ropa de quienes visitaban el lugar o por la comida que robaban de las casas cercanas al hospital. 

Además, cuando se adentraba la noche, se podían escuchar gritos lejanos, mesas arrastrándose en el piso, ventanas y puertas que abrían y cerraban. 

Para Vicente no era molesto. La compañía de Cándida era real. De noche, cuando ella aparecía, podía verla y apoyaba su cabeza en sus piernas blancas y tibias. 

A veces, cuando escuchaba los portazos le gritaba a Cándida que las reparaciones no saldrían baratas. O si se escuchaban gritos, intentaba consolarla, le cantaba canciones y le decía que los niños estaban bien. 

Generalmente esto funcionaba para Vicente. Quien no era capaz de hilar una conversación con Hipólito, un indigente que conoció ahí mismo en las ruinas del psiquiátrico. Quien al escuchar y sentir el ambiente pesado del lugar, prefería largarse a otro rincón. 

Pero, en ocasiones, los gritos se hacían más fuertes y más largos y no paraban de sonar. La brisa era densa, las ramas se agitaban como si viniera una tormenta, Vicente empezaba a correr con desenfreno golpeándose con las paredes de ladrillo, salivaba y mientras corría gritaba con desespero intentando callar los ruidos con su propia voz.

Cuando los demonios callaban en su cabeza, Vicente, ya sin fuerzas, se dejaba caer en cualquier rincón. Le rogaba a Cándida que sostuviera su mano. 

Unas veces lo hacía, otras veces no. 

Hasta ese sábado de invierno, en el que Hipólito encontró el cuerpo de Vicente en el suelo, encorvado y ya sin vida. 

Nadie supo de su muerte, solo Hipólito, quien lo dejó tirado ahí hasta que las ratas, las moscas, las larvas y las cucarachas hicieron su trabajo. 

Los gritos y los portazos siguieron, ahora con un integrante más, hasta que sonaban los doce campanazos anunciando la media noche.

Medusa

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