Destino, entrega. Delirio, luna llena.

Aleatoria maldición que cayó sobre mí cuando el sol ya no dominaba las horas del reloj. Destino marcado que abrió consciente una herida para no cerrar, sin dar importancia a mis deseos mortales. No es queja. No es lamento. Es el goce reflexivo previo a pagar la necesaria cuota de la tormenta ocasional que aterrizó en mi vida algunas lunas de ayer ya sin calendario. Es la ansiedad que produce la necesidad de repetir un ritual al que solamente yo soy acreedor —sin importar el sacrificio que una iglesia marcaría como cruel delito de la devoción—, para mí es pan sagrado, a pesar de ser con exactitud lo opuesto.

Es luna llena, la primera ocasión también lo fue. Levitó hasta lo más alto del cielo y con brillante resplandor —a la orilla de la más grande de las fuentes de la Alameda Central—, dio bendición a un cariño palpable que pocos mortales podrán entender, a pesar de leer e imaginar una mano firme deslizándose en su vientre ajeno de género. Cariño de punzadas palpitantes, de sombras de la noche, de naturaleza fresca, de luz de luna llena.

No existe cruz ni canto levantado en ese claro de corredores y de una estatua, de un testigo. Sin embargo, es el más sagrado espacio. Cuando de sombras se alimentan las farolas opacadas con intención por la poderosa magia del beso carmesí que a la par de la luna llega.

Es un parpadeo y no más, el recorrido que las manecillas le dan a los relojes de proporciones espléndidas, es un instante fugaz y no más lo que se necesita. Cuando es tiempo que los tradicionalistas ya no ven con la mirada, cuando llega el punto que si un conservador estuviera presente bajaría la vista. Porque la sencilla fotografía del acto dador de vida arrancaría hasta la ideología más aferrada, en un intercambio de justicia gélida por experimentar la sensación de zapatos ajenos. Por sentir lo que desde mis pies, mis piernas, mi estómago, mi espalda, mi cuerpo entero, expresa dichoso. Es el tiempo donde las madres ya no permitirían que sus hijos permanecieran en la calle. Entonces, el portal se abre, casi expresando la misma ansiedad que yo. Es un vórtice mínimo pero funcional, apenas una ventana menor que un arco monumental, ese que nos da la luna para completar el ciclo de satisfacción del cielo.

Contra la luz blanca, la silueta de ella se va dibujando en una sombra absorbente de alta exclusividad para mis ojos. Es un descenso sutil de presunción de curvas desnudas que combinan en tez con el astro que hace posible el encuentro. Mi corazón bombea con exceso de energía mientras esos segundos para encender la pólvora hasta el minuto final transcurren. Llega hermosa a mis brazos para recibir el calor de mi cuerpo que ya espera sin dejar de notar lo obvio de mi bienvenida, lo obvio de mi erección.

Entregaría cada respiro que toleren mis pulmones si fuera ese el motor. Entregaría cada sinapsis de mi cerebro si de ellos dependiera detener el reloj de arena que nos da lo poco que dura la media noche. Pero no está en mí, ni retener el carnoso cuerpo que aprovecho sin arrepentimiento, ni pretextos de mis manos al trabajar una vez al mes.

¿Y que si al iniciar la conexión ella busca desde sus colmillos algo más que una caricia o palabras de consuelo? Le entregó todo el líquido del que dependa mi vida en la noche cuando es permitido, o en el día si tengo oportunidad, o en otro mundo si consigo la llave para eso. Es por el contacto, es por la mordida. Es por el calor e incluso, es por la fatiga. Le entrego lo que en mi piel tiene permiso del delirio, me recibe lento, con gusto, con inmortalidad.

La longitud de la sombra de mi cuerpo capaz de morir anuncia el final de la experiencia con ruegos desesperados que quisieran congelar el tiempo como clima imposible de predecir. Pero bajo la guardia, satisfecho con conciencia completa de que la maldición seguirá tatuada en dos puntitos rojos. Ella hace lo mismo, guarda los cubiertos natos dedicando una mirada fatal de despedida, penetrante y de pigmento escarlata. No necesita hipnosis, volveré. Reservó entonces mi pasión con calma del que sabe que su muerte está cerca, a pesar de que viviré más para regresar todas las noches que necesidad sea de ella.

J. Azeem Amezcua

Nacido el 12 de septiembre de 1991 ha publicados cuentos en: antología “Hoja en Blanco”, “Antología 21-1” y “Antología 21-2” de Kanon Editorial, antología “Necroeroticón” de Penumbría y Diversidades, antología “Todo lo Frágil” de Oxímoron Editorial, “Antología de Terror Vol. 2” de Lebri Editorial y la antología “Cuando no hay nadie aquí” de ITA Editorial. También de forma digital en: Revista Palabrerías, Cósmica Fanzine, Itinerantes de Revista Anacronías, Revista el Nahual Errante, y Revista Aeternum. También la novela “Travesías del joven alquimista” en Lektu. Es participante del NaNoWriMo desde el 2020, con tres retos terminados.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s