Desde el pequeño patio de tierra, escuchaba los rezos que venían de la habitación y llenaban la noche de un no sé qué, que hacía a uno sentirse en el rincón más aislado del planeta.
Sería por el foco de luz amarilla que se mostraba en su esperanza vencido, deshilachado sobre el suelo y siendo tragado a grandes trozos por las fauces de las sombras, o por el par de perros mal alimentados que al dar vuelta a las paredes del cuarto, parecían perderse en la dimensión ignota a la que va el humo que se disipa, o las filas y filas de sillas sin ocupante que se vislumbraban desde mi asiento hasta donde alcanzaba la mirada a perderse en la oscuridad, o el olor a café de olla y cera aullando en el aire, o solo los rezos cargados de aliento negro que lo hacían a uno sentirse así.
Apenas la semana pasada me había dicho: «He notado que me andan persiguiendo… Tan solo en mi camino para acá, una se paró justo por fuera de la ventana, a un lado de mi hombro, en el camión» no le creí.
Desde mi lugar podía ver la cabecera del cajón con el casquete cerrado, brillando rojizo, vacilando en la forma de su superficie como las olas del agua, iluminadas, temblorosas, por el par de cirios a medio quemar. Detrás de los cirios, la corona fúnebre de rosas blancas, cruzada por un listón que leía en letras negras, «Q.E.P.D – Román Martínez Clemente ».
Ahí estaba guardado. No le pudieron componer la hinchazón de la cara, por eso no le podía ver uno para despedirse, solo echarle agua bendita al cajón, solo imaginar que el interior, forrado y nuevo de terciopelo y satín, le rodeaba desde los pies hasta la cabeza y el descansaba.
Lo encontró su padre cuando amaneció: estaba en su habitación, descobijado, infestado todo de polillas que le salían por la boca, por los oídos, por la nariz, de entre las manos cerradas, que le caminaban por fuera y por debajo de la camisa, del pantalón, de los bolsillos, por adentro de las botas, que le revoloteaban alrededor echándole polvos, que lo adornaban de un lado al otro de la pared.
Daniel Flores Machuca
México
