El hombre recuperó el sentido de la escucha. Pero en la sala de internaciones, tras la operación, no consigue dormir. Cada cosa que oye lo altera. Da vueltas sobre su camilla hasta que consigue zafarse. Se acerca a la ventana. Escucha, lejano, el ulular de una sirena y ruidos de motores entremezclados con la brisa del viento. Corre las cortinas que hacen un chasquido leve pero suficiente como para irritarlo, y vuelve a la cama en puntas de pie. Pero no puede dormirse. Con una horquilla abre la puerta de la habitación y sale al pasillo. Hay un guardia de seguridad durmiendo con su teléfono celular descuidadamente expuesto. El hombre lo toma por instinto. Regresa al cuarto musitando desde lo más profundo de su memoria un número donde podrán ayudarlo. Marca y oprime la luz verde, pero a medida que aproxima el aparato al oído siente un vértigo que comienza a invadirlo. Todo a su alrededor se borronea. Se siente mareado. El compás de neutros pitidos intermitentes lo hace morderse el labio, pero aguarda. Alguien contesta. Una voz maquinal: “Usted no tiene mensajes”, dice. La comunicación se corta. Molesto, el hombre vuelve a marcar. El resultado que obtiene es el mismo. Repite la situación cuatro, cinco, diez veces. Su pensamiento también parece haberse detenido, repitiéndose que los dígitos que marca son los indicados, pero algo desconocido debe haber sucedido para que cambien el número. Su tiempo se acaba. Sabe perfectamente que tiene hasta poco antes del amanecer para salvarse de lo que vendrá después.
A las seis de la mañana improvisa una horca con sus sábanas y se cuelga del ventilador de techo. El hombre está muerto pero no ha podido reponerse al sonido. Ahora el universo es una negrura absoluta cercada por un zumbido persistente.
Ángel Martín
Argentina, Entre Ríos.
