Era un niño muy poco aplicado para la escuela, sus calificaciones siempre andaban rondando el cinco, como máximo, lo que más se escribía en su libreta era el uno. Casi nunca tenía tiempo de estudiar o hacer las tareas, debía ir a limpiar parabrisas a la esquina de su casa para tratar de meterle algo sólido a su panza. Eso le llevaba toda la tarde y agotaba sus escasas energías.
En el aula se sentaba entre los de atrás, tratando de pasar inadvertido. Y en los recreos se ubicaba en algún rincón desde donde podía ver las corridas y los juegos a los cuales nunca lo invitaban.
Sin embargo, le gustaba cuando la maestra lo llamaba a dar lección. Se levantaba, se acomodaba el guardapolvo, se pasaba la mano por sus desprolijos pelos y caminaba hacia el frente. Al ubicarse de espaldas al pizarrón, se sentía feliz. Era el único momento en que su compañerita, de trenzas atadas con moños rojos, la de los ojos como caramelos de miel, lo miraba. En ese momento sentía unos cosquilleos en la panza vacía. Y siempre la misma frase: “No estudié, señorita”. Volvía a su lugar, sin antes pasar al lado de ella y sentir su perfume. Muchas veces se había repetido esa secuencia.
Volvía rápido a su pupitre bajo las miradas socarronas y risas burlonas de sus compañeros. Todos lo miraban, menos ella.
Durante varias tardes se encerró en su pequeña y calurosa habitación. La madre estaba preocupada por esa actitud. Solo salía a comer o para ir a la escuela. Sus amigos lo venían a buscar y él no quería salir.
Un día se levantó temprano, se peinó, se tomó el mate cocido que le había dejado la madre antes de irse a trabajar, luego con sus manos trató de desarrugar el guardapolvo y salió para la escuela. Se sentó en su lugar, al fondo del aula. Cuando la maestra dijo —¿Quién estudió la lección de hoy? — se levantó enérgico, seguro, decidido, alzó la mano y dijo —¡Yo, señorita! —. Todos sus compañeros lo miraron atónitos, sin entender nada, sintiéndose testigos de esta mañana histórica.
Se dirigió al frente con paso firme, se plantó de espaldas al pizarrón, sus ojos se cruzaron con la niña de trenzas y sin titubear, sin equivocarse y sin dejar de mirarla, dijo la lección completa. La señorita lo miró sorprendida, lo felicitó, le acarició los cabellos y le puso un diez.
Al volver a su asiento, al pasar al lado de la niña de ojos color miel, ve que ella le sonríe y él entrecierra los ojos y le esboza una mueca de agradecimiento por ser su inspiradora y casi susurrando le sopla al oído—Es para vos el diez, es lo único que puedo regalarte—.
Luego caminó hacia el fondo, esta vez lento, disfrutando de las miradas de sus compañeros y ahora también la de ella.
Marcelo Colo Pascale
San Nicolás, Argentina.
