Libertad adormecida

Debía ir al barrio. Atravesar la ciudad llena de covid, en el transporte público, con algo de gente obedeciendo el asunto de la moda secular aquella del cubrebocas al extremo. En la pequeña combi todos nos miramos con cierta inquietud. Como que se ha acentuado la intriga por saber un poco más de la vida del cabrón que llevamos a un lado. A ver si alguno no trae el resfriado y es capaz de estar aquí el muy cínico. Si bien ahora todos somos unos malditos insectos insignificantes a punto de enfermar, de desaparecer, de ser nada; no queremos que un total extraño sea el que nos contagie esa porquería, —si me va a dar esta madre que me la contagie una puta, mínimo—. Me digo en voz baja y pienso que todos me escucharon mientras los observo. —Ojalá lo hayan hecho los cabrones—. El cubrebocas ayuda a que nadie me lea los labios. Ya van saliendo sus usos productivos. Sería una tristeza tener que contar en regresivo los últimos minutos de mi vida tratando de recordar éstas jetas, intentando culpar a alguna de ellas. En el lecho de muerte indeseada ¿quién no lo haría?
A pesar de estar fuera de casa y disfrutar de las calles que están casi vacías debido a que la mayoría está escondida refugiándose detrás de los miedos que nos han impuesto, detrás de la recomendación incierta e ignorante que dicta: “obedecer o morir”, no siento libertad, no siento que esté física ni específicamente fuera de lo que nos encierra psicológicamente con todo este asunto, tal vez la sensación de encierro me ha sesgado inconscientemente la visión amplificada de lo que significa salir del hogar, y mis límites conscientes se han adormecido. Es tan ridículo que se nos responsabilice del mundo entero a nivel individual. En ese caso suelten el puto dinero y todos nos encerramos sin pinche necesidad de salir para sobrevivir.
Yo de hecho me dirigía al barrio a cumplir cierta misión que me dejaría dinero suficiente para pagar la renta. En estos tiempos uno debe romper la mayor cantidad de reglas posibles para seguir adelante. Ya no como placer, sino más como un videojuego de estrategia con una sola puta vida.
Camino un tramo obligatorio para entrar a la colonia, está tan silencioso como si casi todos hubieran desaparecido. Los autos se deslizan a mi lado en mute. Miro esas casas y edificios de avenida Tecamachalco que a simple vista escupen opulencia. Y podría imaginar que toda esa gente está ahora mismo en un búnker de lujo, pero si no es así, ni ellos tienen mucho a donde escapar; los aeropuertos están cerrados, las fronteras selladas, las naciones divorciadas. Sólo quedan los desiertos y los océanos para supuestamente estar a salvo. Eso sí sería una puta distancia. Llego con el tipo del chanchullo y firmo el papeleo. Me despido de él con una sonrisa forzada. Inmediatamente me entran las ganas de largarme antes de que alguien me encuentre. Me propongo regresar no sin antes echar una orina en los baños de las canchas de fútbol y un fumeque por el parque, es de ley.
Me ando atizando en una banca cuando llega un mensaje justamente del Granos a un chat en grupo con otras personas, el Granos es de los únicos pocos cabrones que aún siguen por acá, precisamente es él mandando memes. La ansiedad me arroja, y el barrio simplemente me seduce. Una sensación muy local.

— ¡Qué tranza puto, ando aquí en la colonia, saca la cocaína!
—Ya casi termino mi turno, ¿me aguantas?

Sé que el cabrón es leña y no se raja, por lo tanto, yo tampoco y le confirmo que lo aguacho. Mientras me doy otros pipazos en el extraño ambiente solitario del que se ha adueñado el miedo en masa más grande de todos los tiempos. Tiempos realmente obscuros, tiempos donde el tiempo casi no se percibe a menos que estés medicado cada cierta hora, y eso, ni siquiera ayuda con la sensación de perder cada uno de los días que transcurren bajo este cielo cómplice, bajo el Dios que seguramente se ha vuelto yonqui y ahora mismo está desmayado de tanta droga en su sofá de nubes. Ignorándonos. —Arréglenselas ustedes.
Al fin aparece el Granos, lo veo más delgado, con la misma jeta de escuincle, sin embargo, sus orgullosas publicaciones de su estancia en el ejército me arrebatan la vieja idea de que es un tipo indefenso y débil. En realidad, yo nunca puse a prueba su fuerza. Por un segundo regreso a las alegrías cautivas en la nostalgia de mi respirar estos lugares, como si mi cuerpo identificara ciertos aromas que sólo se pasean por estos sitios, y me saludaran, reconociéndome. Imágenes atrapadas en una especie de Déjà Vu, viajando en un espiral infinito. Esta escena donde nos damos un pequeño abrazo y nos vemos las jetas se repetirá una y otra vez, a través del interminable tiempo y espacio.

Tal vez siempre estuvimos atrapados en la ilusión de estar libres. Pero eso ¿qué significa realmente? ¿Libres como dueños del universo? ¿Cómo si todo nos perteneciera? ¿Atrapados en la libertad? Nos hemos autoengañado toda la vida, la superioridad nos cegó, la soberbia ahora nos azota, o al menos a los que se cagan de miedo por el virus y obedecen toda esa patraña de encerrarse, en algún momento tendrán que salir. Sin embargo, no es garantía que el idealismo actual reflexione correctamente a sus privilegios y atribuciones. No es que las generaciones actuales sean de cristal, es que gran parte de la engreída humanidad y aún imbécil, se ha creído su propia teoría de que lo merece todo, y cuando se le niega algún deseo efímero, ¿a quién más podrían culpar sino a sus superiores? “Las fuerzas naturales”. En la actualidad si algo no sale a favor es por capricho del universo, porque nos castiga y nos odia como todo padre odia a sus hijos en algún momento, sin explicación ¿Quién no se ha hartado del mismo existir algún día? Esa mentalidad de “librarnos” de responsabilidades es la que nos ha sumergido en patrañas. Sin pandemia, nosotros mismos nos encerramos en una idiosincrasia victimizada que alcahuetea toda la mierda que hemos hecho al mundo entero y a otros con el pretexto de que somos imbéciles.
Me dice El Granos que jalemos a la casa del Pegamento, que allá anda el Minnesota. Antes caemos a comprar un vodka barato, hielos y jugo. Ahí está ese moreno que quiso con la Juliana toda la vida y nunca se le hizo porque ella todo ese tiempo estuvo conmigo, seguro sabe que ella ahora está con otro cabrón que no soy yo. Sus genitales reprimidos y cautivos en una vida cuadrada seguramente me han de maldecir con saña, pues esos deseos inconclusos son de los más dolorosos por atravesar durante toda la vida, y por lo regular siempre hay un culpable hijo de puta respecto a ello, en este caso, ese soy yo. Al salir vemos al Yeyo gateando a media calle, ya no se sabe si por la peda diaria del alcoholismo, o por alguna deficiencia motriz a causa de su misma condición, lo que sí me queda claro es que representa a la humanidad: a gatas, balbuceando sin sentido, ebrio de incomprensión, sin puta idea de que está pasando.
Subimos con la banda. Las calles me devuelven a mi adolescencia. Al parecer aquí estará atrapada por siempre, es donde más se me enchina la piel al recordarme así. Tocamos la vieja puerta con pinta noventera y abre el Snoopy, no lo había visto desde que el Doggie lo madreó por defecar en casa del Oswaldo en frente de todos, por lo ciego que lo había dejado el tequila. Ya se ve más crecido el güey, no sé qué tan pendejo siga, pero se ve alegre y me recibe de buena forma, por un tiempo nos culpaban a mí y al Oswaldo de aquella madriza, hasta que poco a poco les fue cayendo el veinte de que así es el Doggie, y eso te puede pasar si te cagas en cualquier casa. Nos damos un breve abrazo, ahí está el Minnesota, flaco, nadando en sus ropas de negro, caídas y guangas. Muestra su sonrisa honesta, es la única que tiene, si él no tiene porque reír simplemente no lo hace. También está el Pegamento, el carnal que representa más que nada y que nadie al enclaustramiento en su mayor expresión. Dueño de un cantononón como para hacer fiestas cada fin de semana, seducir guapas y “ser libre” como nadie, pero él prefiere estar encerrado, con una estopa pegada a la nariz, mientras sus neuronas cosquillean y se acurrucan en su endeble masa encefálica. El Granos me dice que todavía tiene buena memoria y que se acuerda de todo, pero ya es la segunda vez que veo al Pegamento así de perdido, como un disco rayado que me hace la misma pregunta una y otra vez hasta que cae dormido con una sonrisa tiesa.

— ¿Cómo se llama el hermano del Negro?
—Es el Güero, carnal.

Se ríe cada vez que le contesto y se deja ir de espaldas en su piojoso sofá. Con una mueca alegre pero sin hacer ruido alguno, como si hubiera perdido el aire. El Minnesota se da viada pero no dice nada. Ellos antes consumían la misma cantidad de inhalantes y sin embargo el Minnesota conserva un poco más la memoria. Hacemos un brindis por ese extraño encuentro, uno que al menos se escapa por unos minutos a toda esa repetición de momentos infinitos y parecidos. Ya que desde que llegué a la colonia sólo tengo nostalgia y una alerta de que algo que ya conozco sucederá. Es inédito que estemos nosotros cinco. Somos unos mierdas ahí embriagándonos mientras el resto de la humanidad se esfuerza porque todo termine, muchos nos lincharían, dentro de sus trajes tipo astronauta anti-covid, pero nos lincharían. Tal vez esa sea la verdadera razón por la que no saboreo la libertad, el estar contaminado con la creencia de que mataré a algún ser querido. Lleno de noticias alarmantes en la cabeza, con mi voz interna justificándose con «el por qué estoy aquí». —No era mi plan—. El Granos me entrega una pequeña bolsita y me dispongo a ir al baño. El Pegamento a pesar del mal estado de su sanitario lo mantiene limpio, tiro una meada y relleno una llave para dirigirla directamente a mis fosas nasales. No es tan buena la cocaína del apocalipsis, la libertad está a cientos de kilómetros. En vez de subirme me baja y hago consciencia de la desdicha de estar tan lejos de casa, el encierro se multiplica en mi interior, angustiándome. Corro al trago y lo sorbo de jalón. Sólo queda olvidar esto embriagándome. Quedan muchas horas para partir, sufro de una leve pálida pero ya están corriendo un tibio toque de mariguana. El cuarto en el que estamos desaparece en el ojo del universo. Hemos enfermado a nuestro planeta, nuestra nave, de aquí en adelante ya casi nada será buena noticia. La oleada yonqui, los cheques por paro y las fábricas abandonadas serán el panorama. Regresando al pasado instantáneamente.

Yffel Roca
México

Foto: Johan Toro.

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