Tenía catorce años cuando comenzó todo, aparecieron las “Grandes preguntas” que deambulaban por mi cabeza ¿Cómo comenzó?, ¿Cuándo terminará? Ahora pensando, eran preguntas demasiado existencialistas para una niña como lo fui yo en el 2020. En el verano de ese mismo año, fue el primer caso confirmado de coronavirus en Chile, “Covid-19”. Estaba en la playa cuando vi la noticia. En ese entonces me preocupé mucho y le pregunté a mi madre si era de importancia. —Es un resfriado más, Casandra— me dijo, y entonces me abrazó. Ya de noche, volvimos junto a mis padres, a mi casa en San Bernardo. Al día siguiente, tendría que ir al colegio, en ese tiempo cursaba octavo básico. Fue un día normal, Mis compañeros del año anterior mostrando sus útiles escolares nuevos, reuniéndose con sus amigos que no veían hace meses y conociendo a los nuevos que siempre llegan. Así fue de toda la semana, en la que nos preparábamos para lo que todos creíamos, que sería un año en el que nos divertiríamos y aprenderíamos mucho. Era el sábado y estaba estudiando para una prueba que tendríamos el lunes, pero en la tarde, avisaron que se suspendía todas las clases por aumento de contagios del tal “Covid-19”. También mencionaron que habría que tomar nuevas medidas para prevenir el contagio, como andar siempre con mascarilla puesta, no darse abrazos, ni besos, limpiarse siempre con alcohol gel, lavado frecuente de manos, etc. Fui con mi mamá a comprar al supermercado: alcohol gel, jabón, mascarillas —primera vez que usábamos una mascarilla—pensé. El supermercado estaba vacío como si se fuera a acabar el mundo. No había papel higiénico, tampoco encontramos alcohol gel y volvimos a casa. Al llegar, habían enviado una comunicación de mi colegio diciendo lo siguiente:
“Sr apoderado:
Queremos comunicarle que por los protocolos que ha tomado el Gobierno para prevenir el Covid-19. Las clases presenciales serán finalizadas y pasarán a ser remotas”
Atentamente.
La dirección
Cuando mencionaron eso me quedé “paralizada” al no saber que pasaría con las clases y mis compañeros.
Al partir las clases remotas, nos enviaban guías que debíamos trabajar de forma autónoma. Me despertaba a las 9 am y hasta la 20:00 hacía tareas, lo cual era muy estresante. Mi mamá estaba siempre en casa, pero mi papá trabajaba hasta muy tarde. Un día llegó tarde como era costumbre, pero estaba muy débil y se sentía mal, así que desde el hospital enviara un médico para verificar qué era lo que aquejaba a mi padre y para nuestro pesar, su examen PCR fue positivo. Tuvimos que aislarnos muchos días. Lamentablemente, mi papá fue hospitalizado y sólo podía verlo a través de la ventana de la puerta de su habitación. Él estaba en cama y el doctor no me dejaba pasar, decía que debía estar aislado a todo el mundo. Un día la enfermedad empeoró, a tal punto que debieron conectarlo a un ventilador. Junto a mi mamá lo visitábamos una vez a la semana, seguíamos viéndolo a través de la ventana de una puerta. Al llegar a mi casa lo único que pensaba era en mi padre, qué pasaría si no lo volvía a ver, qué sería de mí y mi mamá ¿podría seguir mi vida sin él? Una de las últimas veces que lo vi, el recinto hospitalario estaba colapsado y aunque todos corrían desesperados, yo me quedé ahí, mucho tiempo viéndolo, sin darme cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor. Él necesitaba máquinas para mantenerse vivo, hasta que, tras una semana luchando por su vida, recibimos una llamada del hospital, informando que mi padre había fallecido hace unos minutos. La tristeza me inunda, ¡No pude ni abrazarlo por el estúpido virus y la estúpida ventana! Pasaron 8 años desde ese acontecimiento, ahora ya soy adulta, pero siempre que voy a Casa de mis padres, siento el frio que recorre mi cuerpo, todo me recuerda a él, aún no supero el vacío y en su habitación, su aroma aun lo invade todo…
Dyana Reyes Correa
