A Marín siempre le han gustado los bototos. Esa madrugada yo estaba tirado en el piso, sobre un cartón húmedo, acorralado contra una banca de cemento. Él me daba patadas debajo de las costillas. Yo le había dicho a Marín que no me golpeara ahí porque hacía poco me habían apuñalado y tenía un tajo de treinta centímetros que no había cicatrizado bien. Pero Marín me pateaba con más fuerza, justo ahí, donde le pedí que no lo hiciera.
A Marín le gustaba salir de madrugada a patear vagabundos, salía junto a dos o tres de sus secuaces. Nosotros ya estábamos preparados para ese ritual y, de alguna manera, algunos buscaban la forma de escabullirse y otros nos entregábamos a la hazaña. Yo había decidido vivir en la calle hacía más de siete años, y muchos me conocían en el centro y sus alrededores. Esa madrugada, Marín me había culpado del robo de una cartera que fue denunciado por la esposa de un subprefecto de la PDI. A Marín le gustaba revisarnos los bolsillos y quedarse con las pocas monedas que macheteábamos durante el día, y también le gustaba patearme las costillas con sus bototos relucientes. Yo no tenía ni un solo peso, llevaba casi dos días sin comer más que los restos de un Doggis que encontré en un basurero de la plaza de Armas.
A Marín lo conocí hace varios años en el colegio, en un concurso intercomunal de bandas de rock emergente. Tenía diecisiete años, Marín, no yo; yo tenía quince y sentía cierta admiración por su talento vocal y su estilo grunge de pantalones rasgados y ropa americana. Él no se acuerda de mí, o no quiere acordarse. En ese tiempo cantaba muy parecido a Shannon Hoon, de Blind Melon, Marín, no yo; yo solo sabía tocar el bajo. Terminé mi cuarto medio y seguí probando suerte en la música: unas pocas tocatas en bares de mala muerte y algunas presentaciones solistas a la salida de los locales comerciales. Pero algunos vicios y excesos me lanzaron a la calle de forma definitiva, a la vida sin techo y sin abrigo; al desconocido mundo puertas afuera. Y fue a partir de entonces que empezó mi largo peregrinaje urbano, por los ya conocidos y reconocidos callejones de la ciudad. Por su parte, Marín decidió abandonar la música y entró a formar parte de la policía. Cumplía con todos los requisitos y, como era de esperarse, quedó seleccionado dentro de los primeros de su generación. A Marín con frecuencia le asignan trabajos en terreno, dentro de los cuales destaca su notable labor de salir a patear vagabundos. Ya todos lo conocemos por los desquiciados métodos que usa para conseguir información de robos o nombres de presuntos involucrados en asaltos o riñas, o simplemente por su propensión a humillar por puro placer y sin motivo.
Recuerdo que en la adolescencia era un alumno muy popular, Marín, no yo. Yo solo sabía sacar malas notas y dormir en clases. Una vez, después de un concierto tributo a Nirvana, junto a un grupo de amigos y otras personas —dentro de los cuales estaba Marín—, fuimos a quemar neumáticos a la plaza Tucapel y a romper las vitrinas de las botillerías para robar cigarros y cervezas. Pero parece que el pasado poco importa para Marín. En ese tiempo yo no usaba esta barba ni estos harapos, no olía a cenicero ni a vino en caja; me lavaba los dientes, cumplía con mis obligaciones y me movía dentro de las normas, excepto después de las tocatas y en compañía de algunos amigos con los que compartíamos ciertos vicios y aficiones.
Pero Marín se volvió loco con el paso del tiempo y se olvidó de su adolescencia: la oveja negra de la manada que finalmente decide lamerle las patas al lobo. Marín como parte constitutiva del brazo cazador del Estado, del que escapamos tantas veces y al que alguna vez le dedicamos versos que promovían su exterminio, al ritmo de los Sex Pistols y de los punketas de Dos Minutos: “… por la noche patrulla la ciudaaad, molestando y levantando a los demaaás. Ya no sos igual, ya no sos igual, sos un vigilante de la Federaaal”. En ese tiempo ya usaba bototos, Marín, no yo. Yo usaba chapulinas rojas, pero los dos pateábamos con la misma fuerza los basureros y las vitrinas de las tiendas.
Ahora es distinto. Él está del otro lado, pateando al enemigo. Supongo que en instituciones como esas la gente es sometida a alguna clase de lavado mental, de formación para la deformación. Yo prefiero tener la mente y la ropa sucia, antes que vestirme de un verde o un azul impecable para salir a las calles a establecer un orden del que decidí apartarme hace mucho tiempo. A fin de cuentas, yo no tengo nada en común con Marín, salvo la dialéctica entre sus bototos y mis costillas, ese baile indecoroso que le entregamos a las calles en la madrugada y que de vez en cuando necesitamos para saber que todavía estamos vivos.
Esa madrugada yo estaba tirado en el piso, sobre un cartón húmedo, acorralado contra una banca de cemento y recibiendo una ráfaga de bototos lacerantes en las costillas, mientras pensaba: qué miseria y qué libertad es la que se vive en las calles. Y era como si Marín lo disfrutara. Y también yo.
Andy Revel
Chile

Que relato tan repleto de desgarro, me ha sumergido en un lugar que no me deja indiferente.
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