Las casas abandonadas guardan una extraña alianza entre admiración y respeto.
No solo es una obra de arquitectura que ha sobrevivido al tiempo, es mucho más, habla de vidas, de otras épocas desconocidas para nosotros. Conservan ese rango difuminado que da la experiencia y la cultura popular.
Recuerdo aquel viejo caserón, a la salida del pueblo, morada de varias familias acomodadas que vieron su propio declive, víctimas de los avatares que azotan lo cotidiano. De chiquillos jugábamos al escondite en sus alrededores, entre la espesa vegetación que se extendía a lo largo y ancho de sus jardines. A veces lanzábamos piedras a los ajados cristales que todavía quedaban en pie, y a menudo nos sugestionábamos con historias de miedo sobre fantasmas y espíritus atrapados que deambulaban por los pasillos y habitaciones de la destartalada mansión.
Las crónicas antiguas narraban el desafortunado suicidio del último propietario, el tío Jenaro, que apareció ahorcado en el granero una fría mañana de enero del año cincuenta y cuatro, aquello contribuía a forjar un poco más la leyenda.
La entrada estaba gobernada por una gran escalera de mármol que culminaba en un hermoso porche estilo colonial, vejado por el clima pero conservando su opulencia de antaño. Una mecedora carcomida, una mesa de té y dos sillas hermanas daban la bienvenida al curioso, y ese olor a humedad, a soledad descorazonador.
El portón de entrada estaba abierto, el interior se presentaba en penumbra, con tímidos rayos de luz invadiendo sus entrañas. Entrar en aquel mausoleo causaba un gran respeto y una extraña sensación de miedo. ¿Algo irracional? No lo sé, pero la percepción de la realidad se confundía entre aquellas paredes que parecían observarte.
Algunos retratos de personajes aparentemente importantes todavía colgaban, la gran lámpara de araña que presidía el recibidor, hacía años que había desaparecido. Papeles, harapos, piedras, pequeños pájaros y roedores cohabitaban en aquella cueva artificial; caminar y acariciar el pomo de la escalinata, casi poder sentir la presencia de lo que no se fue, ruidos naturales, y ese misterio de lo que no sabe nadie…
…si las paredes hablasen.
Quizá el tío Jenaro se pasea todas las noches para redimir sus pecados.
Hablan de ejecuciones durante la guerra civil, en sus muros, cuentan las cruentas torturas de uno de los bandos contra las gentes humildes, gritos, sangre, súplicas…
…risas, brindis, e himnos militares. Si las paredes hablasen.
Una vez, de crio, jugando a los exploradores encontré un pañuelo, sucio y desgarbado entre la maleza del viejo roble, en la parte de atrás, llevaba grabadas en hilo fino tres flores y parte de alguna inicial, lo recogí y lo guardé como el que encuentra un tesoro. Nunca averigüé a quien perteneció y hoy en día todavía conservo aquel pedazo de tela, como parte de mi niñez, como un raro fetiche que, en ocasiones, me hace soñar, divagar, imaginar historias que no aparecen en los libros.
Koldo Francia
España
